Dante soy yo

Entro al museo un domingo cualquiera en Caracas. Recuerdo claramente que el nombre del museo fue removido hace unos años en un acto realmente revolucionario. Pero ese no es el tema de este artículo. Ni tampoco el tema es la vigencia y pertinencia de los museos en el tejido social de hoy. Pero sigue provocando ir a los museos un domingo, nadie sabe por qué, acaso por una costumbre de las emociones.

Lo cierto es que el Museo de Arte Contemporáneo está allí con sus jardines mustios, solo, esperando la visita de los caraqueños y de todo el mundo. Por aquel hábito de las emociones entramos y bajamos las escaleras, nos frotamos las manos en el gélido aire y volvemos una vez más a escudriñar con los mismos ojos venezolanos esa colección de arte contemporáneo que siempre nos dijeron que era la más importante de América Latina. No importa si es o no es, sería mezquinar los recuerdos infantiles, sería olvidar como por un electro shock las memorias de uno mismo, de la ciudad, de las gestas secretas ante tanto mecanismo perverso.

El arte sea lo que sea, es también parte importante de las memorias personales. Pero los ojos del venezolano tienen memoria y tienen sensibilidad, son ojos como de niño y son ojos que han visto también la historia y las piedras más famosas. Todo se condensa en la mirada, todo el cuerpo recuerda la lección de esquí, el pájaro del carnaval nocturno, la mesa de billar de Braque. Pero este laberinto querido va forjando sorpresas, va sumando historia y va acumulando desencuentros y maravillas.

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Quizá no sabremos jamás cuales son los criterios de programación de un museo, cómo se seleccionan las exposiciones, cómo se construye un calendario para dar vida a espacios totalmente financiados por el petróleo y los impuestos (es decir espacios públicos). Quizá este secreto (que no es ningún secreto) haya que develarlo a los simples mortales, digo, por un tema de democratización. Lo cierto es que topamos con Dante soy yo, la muestra de Ricardo García, quien nos advierte a los que entramos que abandonemos toda esperanza. El espacio oscurecido entra directamente en el tema, el infierno, el purgatorio, los espacios ultraterrenos que Dante tuvo a bien enseñarnos.

Quizá la museografía invada un poco más de lo necesario la honesta muestra de piezas de gran formato y grabados, la iluminación (y la penumbra) construyen un espacio teatral que invita a pasear los ojos (venezolanos) por las superficies pictóricas,  por los cuerpos, por las líneas del dibujo que intentan en buena lid apoderarse de la figura y de la realidades. Ricardo García, artista, creador visual, ilustrador e imaginero, echa mano de un referente europeo (que insiste en querer ser universal) bastante conocido, pero el referente no resta en lo absoluto a lo contundente de la imagen, al gesto orgánicamente figurativo, al abordaje histórico, moral de la propuesta. Las geografías infernales, los mecanismos, los pecados, los personajes, son convocados a una danza construida con una racionalidad precisa de materiales y técnicas gráficas, nada sobra en Dante soy yo, nada es superfluo ni superpuesto en esta evocación dantesca.

Confieso que la muestra Dante soy yo me ha sorprendido, ha llegado directo a los sentidos, a la piel, al sentido social y político que cargamos encima, y por supuesto ha entrado en los ojos y en la emoción. Y su acción contundente es notoria porque deja escapar esta obra una honestidad poco frecuente en un mundo artístico que se ha inundado de imposturas, de artilugios, de manipulaciones baratas y de disfraces mal hechos. Sin ánimo de ejercer la “crítica de arte” vale este espacio para levantar una bandera sencilla de afecto y de saludo a Ricardo García. Ojalá que los laberintos vacíos de los museos traigan más sorpresas como estas que van directo al alma.