Pintar la ciudad desde adentro

En la calle que lleva al metro hay un pintor. Todas las mañanas cuando paso, lo veo sentado frente a su caballete improvisado, con un maletín de frasquitos y tubos de pintura, pinceles, cartones, trozos de tela.

Prensa sobre una tabla repintada un pedazo de material plano y blanqueado y comienza la rutina de los ojos, de las manos y del alma.

El pintor está allí a la vista de todos. La gente pasa hacia el metro y lo mira, curiosea, nadie se quiere exponer más allá de una mirada, la ciudad no deja tiempo para nada.

El pintor pretende vivir de su trabajo. Su meta diaria es vender algo para comer y comprar más materiales, pagar la habitación y comprar alguna pastilla para la tensión. Lo he visto allí desde hace unos meses, siempre igual, pantalones negros, zapatos de suela, un trapito curtido en la pierna, una silla de madera indescriptible.

El pintor pinta escenas bucólicas, paisajes sin tiempo ni identidad, elementos reconocibles, árboles, montañas, cielo, casas, siempre lo mismo.

Se sienta con las piernas abiertas, la silla es baja, el hombre no es muy alto. Se recoge las mangas de la camisa verde claro y sobre un pedazo de plástico multicolor va mezclando el tono de la pasta coloreada, en pequeños montoncitos teje un universo pequeño, sin orden aparente.

Los blancos invaden el azul oscuro y va el pintor encontrando el cielo de la tarde que se imagina. No hay tardes aquí de ese color. Los verdes huyen hacia el amarillo, luego otros más buscan el negro y más azul.

No hay montañas aquí de esos colores. Aunque el Waraira se ve casi desde toda la ciudad, y las tardes doradas de Caracas invaden el cuerpo después de las cinco de la tarde, el pintor de la calle que lleva al metro insiste día tras día en esos paisajes.

Quizá sea un recodo de Suiza, o Dinamarca, o solamente la alucinación de un decorador de almanaques de los años sesentas.

De niño el pintor quedó encantado con los afiche cuarto de pliego de una escena campestre de cumbres nevadas. Una joven blanca llevaba un balde de madera y un vestido azul y blanco. Sus cabellos dorados tejían unas colas que le llegaban casi a la cintura. El piso del taller mecánico era una pasta oscurecida, grasosa, en la esquina había un escritorio gris con superficie de linóleo desconchado, roto, arrancado.

Las gavetas dejaban ver papeles casi translúcidos rosados, azul claro, blanco, papel carbón y bolígrafos azules con la tapa masticada. El niño veía los afiches, los almanaques, el linóleo, los papeles de colores, el piso del taller, las paredes roñosas, las manos del mecánico con la llave de tres cuartos.

El pintor insiste en pintar sus paisajes mediocres, escenas sin sentimiento, sin referencia clara. Si apenas viera a su alrededor, si apenas dejaran escapar los ojos, no más lejos, sino más cerca, más hacia Caracas, más hacia él y sus memoria.

Hace falta menos pintura para pintar más profundo. Menos pintura que tape las malas memorias y las frustraciones, menos sobados y empastelamientos que disfracen la palabra sangrante, descarnada.

No es fácil pintar las fibras del corazón y los recuerdos, es preferible a veces cubrirlos de pasta viscosa, de malos brochazos. La gente pasa de vuelta desde el metro, ya es de tarde. Allí está el pintor tapando el pedazo de tela con desmemorias, desrecuerdos, desamores. Pero es un pintor, o así se hace llamar.

En la noche sueña con el taller mecánico y con su madre que lo jalonea del brazo y lo llama lento, descuidado. El pintor cumple su liturgia, pinta, y lo hace a la vista de todos, es decir se desnuda ante la gente con sus paisajes suizos en Caracas.

Es un pintor, quién puede decir que no lo es. Esta es Caracas, y se pintan paisajes suizos en las esquinas. La gente sigue entrando y saliendo del metro. Son las cinco de la tarde, todo en calma.