Mi más sentido pésame

Pésame es la forma en desuso de colocar el complemento indirecto tras el verbo en lugar de delante (me pesa). Quiere decir que a la persona que lo dice «le pesa» la muerte de la persona fallecida.
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Wikipedia


Nunca he entendido qué significa esa frase, para ser honesta. Así mismo, cuando muere alguna persona y toca portarse a la altura frente al ser querido que sufre la pérdida, no le he dicho esa cuasi muletilla de uso reducido y específico. La verdad es que me cuesta: no me siento cómoda, me parece falsa y distante y es como bien vacía. ¿De verdad pesa esa muerte? ¿Hay que cargarla como un saco de papas? Y con el adorno de «mi más sentido». Quien sufre, quien duele, no se siente mejor con «mi más sentido pésame». No se siente mejor con nada.

«This is a sad, sad place».

El Cementerio del Este de Caracas es una especie de centro comercial para difuntos y sus familiares y amigxs, y lxs respectivxs enchufadxs farandulerxs que van a los velorios en la Monuemental: Nescafé gratis, papá. Diez Mocaccinos calentitos antes de las 11 am.

Una entra al baño con los ojos hinchaos de llorar a moco suelto y se encuentra con lo mismo que le ocurriría en el baño de un cine (chamitas chismeando acerca de cualquier tema) y al mismo tiempo alguna señora llorando entregada, con ese papel llenito de moco y dolor, y una lo ve todo a través del reflejo de ese espejo tan grande, tan limpio, y se ve a sí misma en ese mismo reflejo, con esa gente detrás, en la misma realidad.

Entonces pasan cosas extrañas: ese espacio es una especie de pasarela donde una se siente en pijama prestada versus unas mujersotas altísimas blanquísimas inmaculadísimas requete bien vestidas y unos hombresotes en flu casual, y donde al mismo tiempo hay licencia libre para llorar ebrigüer y por doquier sin que haya espacio para reacciones típicas del Metro (como cuando una se monta moqueando porque acaba de cortar con el jevo y escucha «Periódico de ayer»). Es un espacio llenito de contradicciones que parecieran funcionar un una organicidad aterrorizante.

¿No les pasa…? De verdad, y qué darks esto, ¿Pero no les pasa que cuando les toca ir al Cementerio del Este y preguntan en cuál velatorio agradecen que van para los de abajo, los de muros de ladrillitos, y no a los de la Monumental? Que tiene seis capillas, aglutina una cantidad de gente absurda; las mocas se posan ricamente sobre los ataúdes en incluso se meten dentro, parándose en la nariz de los muertos; y encima tiene unas oficinas.

Lxs muertxs tienen una gente en horario de oficina trabajando directamente encima de ellxs y sus sabrosos ataúdes.

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No sólo en los velatorios de la Monumental se posan las moscas, no. Quizá sea en varios, quizá haya pasado en todos. Pero el hecho es que la muerte también es un negocio, y desde «mi más sentido pésame» hasta la mosca dentro del ataúd, todo el rollo de la resolvedera operativa pos-muerte de ser queridx es malditamente horrible y su hermoso debut, donde se sella y se hace aún más real, es en ese cementerio, en ese velatorio, en ese ataúd enorme, precioso, marrón roble, liso muy liso, y con sus flores fresquitas y mortíferas donde las moscas también se posan. El ataúd y las flores se quedan grabadas en la punta de la frente, en el revés de los ojos.

Sí. Las flores de cementerio, las flores de lxs muertxs, son peores que un cuento corto de Edgar Allan Poe. Son peores que los dientes de Berenice, o que las paredes de la Casa Usher, que los túneles del tonel de Amontillado, o que las multitudes de William Wilson. Las flores de cementerio son la vida disecada sin cuento de terror.

Pasan varias cosas que no entiendo cómo alguien en su sano juicio puede soportar con mediana naturalidad: se muere alguien querido, se llama al seguro (si se tiene) y empiezan un montón de decisiones (el ataúd, la ropa, cuál velatorio, dónde, cuándo); luego vienen las explicaciones (infinitamente repetidas, con los mismos detalles, con los mismos énfasis, con los mismos tonos), luego la preparación e ida al gran evento: el primer día del velorio es como el 24  y el segundo es como el 31 (más formal, más serio, con más gente), y yo estaba vestida el 31 como si fuera un 24 en medio de ese centro comercial de algodones y sedas blanquísimas, jeans lisitos y zapatos brillantes que se meta reflejaban en un suelo de losa brillante limpio como él sólo, excepto por los manchones y caminos de gotitas de Nescafé gratis; y finalmente, el regreso y el fin del evento. Es mucho con demasiado esto, ¿no?

La muerte de un ser querido se convierte en una semana de resolvedera y de llamadera y de ver qué ponerse y de escribrirle a tal y recordar que no se le escribió a tal para que al llegar a casa, una semana después, esté una presencia que en verdad es vacío y ausencia porque la muerte se convierte también en cuestiones operativas intransferibles y que no pueden posponerse, y en ese sentido, no podemos lidiar enteramente como es desde el inicio sino después de todo lo ocurrido. La muerte en una sociedad urbana pseudo cosmopolita es una vorágine.

El dolor está desde el inicio, o desde la pos-vida, pero el duelo viene después. A veces pega de coñazo, a veces arropa, y a veces es una puyita que reconocemos y sabemos que debemos sanar, pero el duelo siempre, siempre está. Tarde o temprano, está.

Hay protocolos bien establecidos para (no) lidiar con la muerte en nuestra sociedad venezolana: si se ponen a ver todo es bien cripi e inclusive, bizarro. Hay gente que no halla qué hacer (si reirse o llorar), hay gente que nació para ir a funerales y hay gente que entre medias tintas, entre la vida y la muerte, se va bandeando en ese espacio incómodo, aparentemente profiláctico y putrefacto.

Tenemos rato hablando de saber soltar pero resulta que acá eso que no sabemos hacer también cabe. Aferrarse a lo inasible es sumamente pervertible y oscuro, y nos aleja de las capacidades que pudiéramos tener para lidiar con lo horrible. Lo bonito es enteramente en sí mismo, y lo feo es enteramente en sí mismo también, ambos igual de poderosos y destructores. Y el sentimiento pudiese limpiar y ayudar, o apabullar y nublar.

Nuestras capacidades transformadoras también parten desde el soltar, sea lo que sea, fuere lo que fuere. Soltar con calma, tranquilidad, seguridad, alivio, porque soltar no es buscar respuestas ni certezas, es dejar ir con respeto y amor. Es dejar ser lo que es.

Sahili Franco

Nació en Caracas, el 15 de marzo de 1990. Inició su carrera editorial en el Taller de Creación Editorial Agujero Negro, formando parte del equipo de editorxs, correctorxs y productorxs de contenido de esta revista, órgano divulgativo de la Escuela de Artes-UCV. Durante ese período, inició paralelamente y de forma autodidacta estudios sobre la imagen, la gráfica, la fotografía, el cine y el audiovisual. Su producción de contenidos apunta a la comunicación pertinente de historias de vida que hablan respecto a la soberanía de los cuerpos, la alimentaria, la des-mercantilización de la vida y a las contradicciones discursivas y estructurales que enfrentamos como pueblo oprimido, colonizado y en eterna resistencia al mismo tiempo que incluye la necesidad discursiva y coyuntural que nos tocará atacar al momento. Sus canales de participación son el impreso y el web, y sus formatos, video y texto en géneros como la crónica, pequeños cuentos y micros.

Actualmente produce contenidos desde sus pequeñas trincheras de lucha, y trabaja como productora audiovisual freelance.