La Constituyente y mis amigos

No sé si les ha pasado pero poco antes de la elección Constituyente tengo menos amigos. Y me refiero a aquellos, que sabiendo mi simpatía con el chavismo, hasta hace poco “me la toleraban”, pero ya no.

En un par de semanas se les terminó la consideración de tener entre sus afectos a un “cegado justificador del régimen” porque su patriotismo les obliga ahora a no contemporizar con “comunistas”.

Los más decentes ya no escriben, y los más estridentes se han tomado el tiempo de dejar colgado un reproche con un rencor larvado que no distingue entre su oposición en contra de los operadores del gobierno y su relación con la gente común que les votan, pero que no detentan ningún poder.

Sin que mediara una palabra disparada imprudentemente en una conversación de política, estos ahora “examigos” se han ido solos y sellan su voluntad incontrovertible de no volver, a través de los medios formales de esta era 2.0, suprimiéndome de sus redes sociales, lo que es una forma metafórica de desprecio.

Como si hubiesen bebido la pócima del Doctor Jeckill, estos amigos antes afables, que presumían de tener un estómago tolerante para digerir las ideas chavistas de sus amigos, repentinamente se han transformado en la versión opaca de sí mismos, que ahora se expresa con una inhibición que no les deja un espacio para el remordimiento, al desear el auxilio divino de un rayo que “liquide a esos malditos chabestias” que votaron en la Constituyente.

Sin siquiera haber osado antes a cuestionar sus convicciones de piedra, se han sentido con el derecho de aporrear a piedra las ideas ajenas con una ligereza de modales que no escatima en el insulto, enrostrándome una peligrosa “ignorancia”, olvidando que hasta hace poco le sobaban el ego a uno con la pose teatral de decir: “tú eres el único chavista inteligente con que se puede hablar”.

Más increíble todavía, después de leerles la celebración de unos siete millones de “votos totales” sin darse un instante de duda razonable sobre una consulta de la que no quedan las cenizas, me invitan a revisar la consumación de un “fraude”, de cuyas pruebas solo tienen las fotos de varios centros electorales vacíos, el testimonio de un amigo empleado público al que obligaron a votar y la información de un venezolano en el extranjero, que desde temprano y a punta de twitter, sacó la cuenta de que solamente habían asistido el domingo poco más de 2.5 millones de personas.

Todo esto lo hacen con una mueca chocante de sarcasmo, como si libraran en contra de uno una batalla moral y ética hacia el chavismo, sintiendo un enorme complejo de soldado “del lado correcto de la historia”.

No voy a decir que soy de un temperamento de mármol a quien no le afectan estas maromas emotivas de mis amigos, pero con el tiempo he aprendido a sobrellevarlas con madurez y a comprender ahora que es genuinamente humano desacomodarse hasta el extremo de tirar al piso el jarrón chino de la abuela, porque ocho millones de votantes no se parece ni de cerca al 90 por ciento de rechazo que leyó hasta el hartazgo y que más de cien días de guarimbas y trancazos no han sido suficientes para sacar a Maduro.

Afortunadamente en este holocausto de emociones y desencantos, en el que varios afectos se dan de baja al ceder por la rabia, todavía puedo contar con alivio que algún amigo de la ultra oposición permanece por ahí con un obstinado esfuerzo de resistir un odio ajeno que nos quiere pelear con todos.

A esos amigos que se han ido sin que nadie los corra, les digo que no les tengo amargura. No les pido un desagravio ni un arrepentimiento. Solo espero que llegue el día en que puedan desmontar de sus almas la barricada invisible que no les deja ver que uno es de esos ocho millones que también existe.

DesdeLaPlaza.com/Carlos Arellán Solórzano