Pim pam pum: el grito de una generación que se aburría demasiado

Trato de recordar algún pasaje del libro y no me viene. De pronto, como siempre, la memoria me intrinca en sus laberintos y termino repasando algo de Argenis Rodríguez, citado por José Sant Roz: “si pretendes ser el escritor más grande de tu país, no puedes ponerte a llorar o gemir. Lee y escribe para ti mismo. Si sufres, ese no es asunto de nadie. Si has pasado miles de noches sin dormir y con ganas de ahorcarte, la culpa no es ni siquiera tuya…».

La memoria, como la verdad, está sobrevaluada. Hasta ahora, ninguno de mis recuerdos ha pasado el examen de la comprobación empírica. Siempre es un salto al vacío, me autoengaño cuando deposito fe ciega en algún episodio evocado. La besé, cinco testigos presenciales me confirman que no fue así. La letra del poema era tal, en el libro aparece otro verso diametralmente opuesto. Estuvimos mi comadre, Gabriel, mi mamá y el gato: en la foto aparecen un perro cuyo nombre ni recuerdo, mamá y yo al fondo.

Quiero creer que Pim Pam Pum, el libro de Alejandro Rebolledo, fue la voz de mi generación.

Tris tras

Para escribir estas líneas y citar con fidelidad mis impresiones epocales, me interno en las catacumbas del elevado de Fuerzas Armadas, el único lugar donde posiblemente aún permanezca un ejemplar a la venta. Una señora se disculpa y me ofrece a cambio Yo visité Ganímedes, un verdadero clásico transgeneracional. Rebusco por entre los libros apiñados bajo la tarde lluviosa, y ahí están, detenidos en el tiempo: Tus zonas erróneas de Wayne Dyer, Usted puede sanar su vida de Louis L. Hay y la Gran Historia Universal de Larousse, solo los tomos del 2 al 7. Desde el fondo, detrás de un quiosco que permanece en la penumbra tasajeado por las sombras, un tipo de bigote entrecano me grita: “te lo tengo”. Me emociona y me inquieta. Revisa entre un rosario de lomos envejecidos que caben a duras penas en una gavera. Títulos muy pop: Sangre en el diván, Del Trocadro al Pasapoga, El alquimista y, por supuesto, Doña Bárbara, hasta que en una operación de taxidermista, extrae casi con las uñas un texto tapa dura en papel glasé del caro, con una foto paisajista en la portada y un retrato gigante del autor en la contra, que para nada coinciden con mi búsqueda. El violador de La Lagunita, se titula, que me entrega como si se tratara de un tesoro. “Toma, Rebolledo”.

¿Cuántos libros habrá vendido este Rebolledo?

Me pregunto. El otro, según una tesis de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Católica Andrés Bello del año 2014, ha sido leído por millones de jóvenes caraqueños por ser “un objeto de culto”. No sé si los autores de la tesis se graduaron o no, pero el hábito de lectura de los jóvenes caraqueños parece ser descomunal: leen todos, según sus cuentas.

Ñá ca ta

En realidad, en Venezuela no se lee mucha novela. No sé si es un mérito o una abominación. Lo cierto es que no es hábito. Aquí la prioridad es vivir viviendo, echándole, corriendo, rumbeando, tirando. La población es joven, y ¿qué desean todos los jóvenes de todas las encrucijadas de todas las ciudades de todos los países del mundo?: ¡gozá!

Según el Estudio de comportamiento lector, acceso al libro y a la lectura que desarrolló el Centro Nacional del Libro en 2013, la mayoría de los lectores venezolanos se inclina por temas históricos, políticos y sociales. No aparece la ficción (ni la novela, ni la poesía, ni la crónica).

“Devórame otra vez, ven devórame otra vez. Ven castígame con tus deseos más que mi amor lo guardé para ti”

Clásico entre los clásicos.

Cha la la

Me sitúo en ese lejano 1998 cuando apareció el libro de Rebolledo editado por el semanario Urbe; trato de repasar alguna línea, algún personaje. Nada. Pero los chamos de la Católica insisten en que es “un clásico de la narrativa Punk de Latinoamérica”. Clásicos fueron los culos de Urbe Bikini, lo saben los mecánicos de Santa Mónica y La Yaguara.

A Rebolledo lo recuerdo: dos semestres mayor que yo en la Escuela de Comunicación Social de la UCV y su estilo singular de andar, como flotando entre grandes zancadas, sus jean ajustados y brinca pozos, la chaqueta de cuero y el corte de cabello a lo skinhead. Parece que pasó su infancia en Londres, hijo de un cineasta venezolano. Como varios de sus condiscípulos de entonces: hijos de ex guerrilleros, intelectuales, profesores universitarios, artistas plásticos, todos muy rumberos, muy jóvenes, muy seducidos por las mieles mediáticas, con un denominador común adicional: se aburrían, si nos atenemos a lo que dicen que dijo el libro. Una generación ladillada, desencantada, agotada por la corrupción, el provincianismo, el adecocopeyanismo, la burocracia y por ese no sé qué que parece que ladilla a todos los hijos del profundo Este caraqueño que siempre se quieren ir y que encontró, gracias al libro, una cresta literaria para su pose nihilista. No es cuento, a casi todos, hoy exitosos profesionales de distintas ramas, los he checado en el fesibu: viven en Miami, Madrid, París, Nueva York, Londres, urbes “chic” como dice mi pana Pancho Machalskys. Tan depinga que brota la musa en La Cota 905.

Los de Sentimiento Muerto lo cantaban: “Caracas es la ciudad del aburrimiento”.

Alejandro murió en Barcelona (España, obvio) hace unos días, a los 46 años de edad. No he logrado descubrir cómo ni por qué, ni siquiera cuándo exactamente, contraviniendo una orientación fundamental del morbo que alimenta los buenos relatos de la novela policial: el detalle, como se me escapa en medio del recuerdo esquivo que es hoy la novela de Rebolledo. Pero su manto de celofán se devasta estrepitosamente cuando Fiorella, mi amiga y compañera literaria de aquellos años de fin de temporada, me recuerda que lo tuve en mis manos una semana y lo devolví porque no logré pasar de la tercera página.

–       Coño es verdad – le digo fingiendo que de pronto lo recuerdo todo. ¡Es que me aburría demasiado!

DesdeLaPlaza.com/Marlon Zambrano