Artemisia

Tassi, la hizo correr contra la fila de los lienzos. Se enredó y trastabilló el paso. El amigo de su padre, su mentor, la cercó con sus manos, la lamió una primera vez, la segunda, Artemisia se dejó escurrir y en el camino se tropezó con el miembro erecto del pintor. Menos grueso que un pincel, oleoso, y difuso.

Él la había llevado hasta allí con el pretexto de mirar un cuadro. Entonces en la habitación, cerró las puertas, antes le había pedido a Tuzia, un amigo de la familia, que saliera.

Después la lanzó, con la fuerza con la que tensaba las telas, sobre la cama. La manoteó, hasta que le exprimió las tetas como limones. Le abrió las piernas con sus rodillas y se hizo paso a la virgen de los paisajes. Era seis de mayo de mil seiscientos once. Orazio, el padre había salido, y Tassi, que se hiciera de su esposa bajo los mismos métodos “amatorios”, valga decir de la violación, se restregó contra su hija como una esponja sobre la paleta.

“Me metió una rodilla entre los muslos para que no pudiera cerrarlos, y alzándome las ropas, que le costó mucho hacerlo, me metió una mano con un pañuelo en la garganta y boca para que no pudiera gritar y habiendo hecho esto metió las dos rodillas entre mis piernas y apuntando con su miembro a mi naturaleza comenzó a empujar y lo metió dentro. Le arañé la cara y le tiré del pelo, y antes de que me penetrara de nuevo agarré su pene con tanta fuerza que incluso le arranqué un pedazo de carne”. Relató Artemisia.

El florentino la desfloró.

“Sentí una fuerte quemazón y me dolía mucho, pero como me estaba tapando la boca no pude gritar…”

Y Orazio lo llevó a juicio Papal a Agostino Tassi, y el juicio fue contra su hija, que debió probar públicamente durante siete meses, que no tenía la culpa de ser violada. La torturaron para que su agresor fuera menos agresor.

Tassi la llamó puta, la acusó de haber practicado incesto con su padre, dijo así mismo que la casa de su colega era un burdel.

Al final, después de que Tassi estuviera siete meses en cárcel, el mismo Orazio volvió a ser su amigo y la rabia le creció como un hongo en el pecho a Artemisia.

Se convierte así en Judith, hija de Merari, una viuda judía que decapita al general invasor Holofernes, después de hacerlo oler sus tetas en vino, en la sitiada ciudad de Bethulia.

“Mi belleza es como la de una flor venenosa” -dice Judith-. “Produce la cura y la muerte”.

Y se convierte en Judith porque la pinta mirándose al espejo. Y le dibuja los ojos a Agostino en los de Holofernes. Y allí está, en los museos, durante cuatrocientos años decapitando a su violador, haciendo de su cuello un reguero, exorcizando el dolor de un sablazo.

Artemisia

Dos metros de sangre, que lo mismo descabeza arriba que abajo, la venganza, la única venganza que podía permitirse una mujer durante sus pasos en la muerte del siglo dieciséis y los albores del diecisiete, un cuadro (más bien un rectángulo): Judith decapitando a Holofernes.

Artemisia nació en la Roma en la que la llegaron a conocer como la Caravaggio mujer. La versión femenina del tenebroso. La “única” mujer en Italia que alguna vez supo algo de pintura, según Roberto Longhi. Su padre la guardó entre remiendos y morteros, y creó a su alrededor el aura de la niña a la que nadie vio, incluso entre sus amigos de bebida (Tassi, por ejemplo). Fue Orazio el primero en bautizarla como puta, porque Artemisia se mostraba curiosa en su adolescencia.

Barroca, hija del claroscuro, Gentileschi acarició la tela de realismo, con el drama de la luz, y le dio forma con los callos que le dejó la Sibila, la tortura que usaron durante el juicio para probar que decía la verdad: un instrumento que apretaba progresivamente cuerdas en torno a los dedos de la pintora.

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Corrió sobre su espalda como una bestia en la sabana
y se durmió en la laguna que dibujó en sus nalgas.
Hubo silencio como el primer día
y ella escuchó romper los brotes.
Se lo quitó de encima como a una manta
y con la misma espada que colgaba de su uniforme, le atravesó la tráquea.

Que se rompa la cesta de la que hace casa la cabeza del invasor
que tu cuerpo sea la patria.

El óleo rojo se terminó y completó el desangre con la savia del mes,
que fluía a través de su vagina como el río que habita la vida.

Artemisia se detiene en los ojos de Tassi, que son los Holofernes
y los dibuja con una mano en la boca
como cuando él le atapuzó un puño de tela para ahogar su auxilio.
Y logra aquel infierno correr abajo de los bordes de la cama.
Y ella no deja de verlo, mientras sostiene la cabeza que le cuelga de los cabellos.

La profeta de la verdad, una Sibila se detiene sobre su pincel:
El mango de su espada es una hermosa venganza.

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Artemisia Gentileschi (1593-1654) fue más que una mujer violada, fue una creadora cuyo arte atravesó la garganta de un siglo que asfixió a las nacidas en la grieta. Le frunció el ceño a la sacrosanta virgen y devolvió al tiempo la historia proscrita en la que al menos una mujer puede ejecutar su propia salvación.

DesdeLaPlaza.com /Indira Carpio