Mujerícola 43: Hildegard

En ella la verdad viene del verde, es una hoja que no teme amar a otra. Y que tiembla en su flor cada vez que se estaciona en él una avispa a chuparlo.

A los ocho años de edad fue el diezmo de sus padres a un monasterio alemán. Diez años estuvo tapiada en el cuarto en el que sólo la acompañaban otras aristócratas regaladas a la iglesia, y las visiones que, desde los tres, le partían la frente en halos que descomponían la luz: una lluvia de fosforescencias que luego describirían como las auras de una “migraña”, precursora del surrealismo.

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Allí estaba su mano, la extensión de una porcelana que no ha tocado la tierra, pero que crece con ella como el bulbo de la flor de lis: intacta, erecta.

Empezó así a amar el vientre de María y su cuerpo en el de todas las mujeres. Tanto como al universo y la ubicación de cada cosa en las bolas de fuego que de pronto la tiraban contra la nada, para que lo construyera el todo, Hildegard von Bingen.

“Somos creados por la tierra, y la tierra te salvará”.

En plena edad media, como herbolaria, recetaba un abortivo fabricado por ella a base de leche y ramas de ojaranzo y carpe. Acudían a ella a por el espíritu, lo mismo que a por el cuerpo: el físico, el psíquico, el natural y el divino, en equilibrio con los cuatro elementos.

Se llama a sí misma pobre de forma, “ignorante porque soy mujer”, y de sus lirios manaba como científica, naturalista, médica, sexóloga, mística, filósofa, antropóloga, monja, profeta, pintora, poeta, compositora, precursora de la ecología, del feminismo, de la ópera, e inventora de la que podría denominarse como la primera lengua artificial de la historia con alfabeto propio y posible antecedente del esperanto: la Lingua Ignota.

HIldegard Von Binge

“que se calienta al trillar del grano”…

Nadie ha podido atrapar a un unicornio, pero salta al regazo de las doncellas vírgenes, como el rojo al sol cuando se acuesta sobre el infierno. Ha querido nacer como el creador, sin romper el himen, no ha querido romper nada, sólo besarlo. Y supo así describir el éxtasis femenino, supo también sentirlo, y le puso nombre, Richardis, la más amada, la más cercana, la más distante.

Cuando la mujer se une al varón, el calor del cerebro de ésta, que tiene en sí el placer, le hace saborear a aquél el placer en la unión y eyacular su semen. Y cuando el semen ha caído en su lugar este fortísimo calor del cerebro lo atrae y lo retiene consigo, e inmediatamente se contrae la riñonada de la mujer, y se cierran todos los miembros que durante la menstruación están listos para abrirse, del mismo modo que un hombre fuerte sostiene una cosa dentro de la mano”.

Y Richardis se le fue a regentar su propia abadía y al año había muerto, fuera de las ramas de Hildegard, lejos de casa. Y en palabras de la Sibila del Rin, “Dios la quería más”.

El conocimiento le llenaba las manos “gotas de suave lluvia”, “leche que sale de los pechos de Jesús”. Ella veía cómo el cuervo se comía los intestinos de la iglesia, cada vez que un sacerdote se limpiaba el semen de sus manos y de la boca del niño de esta y aquella luna, de fe tan profunda como una laja evaporan una montaña de piedra. A Hildegar se le da por esparcir el olor de la lavanda, que “aleja muchísimas cosas malas y los espíritus malignos salen aterrorizados por ella”.

Oh Iglesia, tus ojos son como el zafiro, tus oídos como la montaña de Betel, y tu nariz es como una montaña de mirra e incienso, y tu boca como el sonido de muchas aguas.

Dijeron: ¡Ay! La roja sangre del Cordero inocente en sus bodas ha sido derramada. Que lo oigan todos los cielos, y en suprema sinfonía alaben al Cordero de Dios, pues la garganta de la serpiente antigua, en estas perlas de la materia del Verbo de Dios, ha sido sofocada.

Cantó en todos los tonos, con todas las texturas, melismas angelicales, que aun hoy pueden elevar al más pútrido de los demonios. Compuso obras cuyo contexto no se correspondía con la época que la parió, y aceleró y ralentizó sus dedos índice y medio entre los labios de la historia, para que la voz fluyera de la grieta lo mismo que una ola atraviesa las cuevas del continente.

Y murió, murió en el intento de sobrevivir y miró las fosforescencias desvanecerse con ella. Antes decretó la licuefacción de la humanidad, un torbellino de mierda y maldad, nada difícil de dibujar en un convento de la edad media.

Su principal milagro fue cumplir ochenta y uno el día antes de que su Diosa María le cerrara el ojo que escondía sobre el ombligo.

Hildegard von Bingen (Alemania, 1098-1179), santa.

DesdeLaPlaza.com/Indira Carpio