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Portisshit

 

Ella pensaba de él – realmente pensaba de la humanidad entera – que todos sin distinciones, ni sexo criaturas humanas, éramos polígamos y en ese caso en particular pensaba que él era un polígamo irreparable, sin otra facultad – más allá de su intelecto y poesía– que la de estar incapacitado para demostrar y demostrarse así mismo otra cosa que no fuera esa, también sabía que esos eran los pormenores de un juego de poder que le atraía sádicamente aun sabiendo que se trataba de lo peor del amor romántico: La idea o la estafa emocional de que tú y yo somos uno.

Su propio engaño consistía – tenían un año viviendo juntos – en que él no podía aceptar que ambos eran polígamos – en ese momento a ella le atraían más las mujeres – él mantenía la estructura ilusoria y fragmentada de la unidad amorosa vacía e irreal en su núcleo.

Esa noche se reencontraron y evitarían hablar del tema porqué además coincidieron en el mismo lugar donde habían terminado hace unas semanas y donde volverían a rodar como alfombras recién lavadas sobre el palacio de sus pasiones, en el acting de que se acababan de conocer y tal.

La respuesta emocional era más irracional que el origen del conflicto, ambos sangraban por la herida, cornadas tras cornada en una tarde de toros que duró el tiempo necesario para entender que había una fecha de caducidad pero que no se leía bien sobre el empaque.

Coincidieron mientras sonaba Portisshit y recordaron que esa mierda la deprimía, y esta vez la deprimía ferozmente. Esa noche por nada del mundo evitaría que se le notaran las marcas detrás del lóbulo bajo el pliegue de su cuello, y aunque no eran suyas (el no haría eso ), llevaban su nombre con un leve difuminado  hacia los bordes donde latían con memoria felina los flashback de la noche anterior.

Ilustración: Cesaria

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