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Querido Niño Jesús

De todos los recuerdos que atesoro de mi espectacular infancia, los navideños son los mejores. Todo comenzaba con la sesuda redacción de una misiva cargada de todas las esperanzas de quién la escribe y la titula: Querido Niño Jesús.

Regaladera

Mi papá se llama como el muchachito en cuestión, por tanto, no fue mucho trauma enterarme de «aquello». Sin embargo, mientras mantenía inocentemente la ilusión de que un recién nacido se encargaba de traer todo lo que pedía, me esmeraba en mis cartas. Me cuentan que la primera vez que pedí algo a conciencia, fui muy sincera con lo que en realidad quería: un Papaúpa, un BipBip con el Correcaminos en el paquete y unos Minichicles de la Adams. Una sustanciosa carga de azúcar y colorante artificial para alimentar las caries de una niña mimada de 5 años. Y el hijo de María cumplió. Estuve mascando mi regalo por una semana.

Al año siguiente, la publicidad de la caja boba ya había hecho su trabajo y pedí la flamante Barbie Princesa con su hermoso vestido de tul y su tiara brillante. En esa misma Navidad recuerdo que mis primas mayores se habían puesto de acuerdo para vestirse de rosado y yo (de parejera) no iba a quedarme por fuera, tenía un solo vestido de ese tono y fue el que me puse para pasar la noche de Navidad bailando Menudo frente al picó de mi tía que vivía en Catia La Mar.

Cuando llegó la hora de abrir los regalos yo no lo podía creer, mi carta había llegado a sus manos y mi deseo se había cumplido a cabalidad. La muñeca de Mattel era mía. No cabía de tanta felicidad y mi padre retrató el momento de mi felicidad plena. Años después mi hermana le hizo unas cuantas modificaciones estéticas y le cortó la cabellera frondosa y rubia, con una tijera «punta roma» y le hizo un extreme make over con bolígrafo azul en los ojos. No quieren saber cómo quedó el vestido. Lloré. Aún la lloro.

   

Sin importar la edad, seguí la tradición de escribir la carta. Una vez pedí un carro y me faltó especificar el modelo y el tamaño. Me dieron un Camaro marrón de HotWheels. Era de esas niñas que chismeaba los regalos debajo del arbolito para practicar mi cara de asombro al recibirlo y para poder reír por dentro al saber qué le regalaban a todos los demás. Creo que nunca me decepcioné cuando comenzaron a menguar la cantidad de regalos, lograba entender poco a poco cómo funcionaba el sistema, todo el aparato de la cultura consumista que, exacerbada en diciembre, nos crea falsas «necesidades».

En mi familia siempre hemos hecho intercambio de regalos y recuerdo que hubo un año en el que tenía 2 trabajos y casi no veía a nadie, usaba mi casa de hotel para dormir y lavar la ropa, no compartía en los fines de semana porque lo que hacía era dormir de tanto cansancio acumulado, pero era bien remunerado y entonces, sólo por ese año, logré conseguir un regalo para cada miembro de mi familia, un detalle, pero me hizo sentir que me había reivindicado por tanta ausencia en las reuniones familiares por haber estado trabajando. Luego se convirtió en un juego de amigo secreto incierto, nadie podía saber a quién le tocaría dar los regalos y por eso todo los que se daba era unisex y útiles, impersonales, prácticos.

En el trabajo la cosa era más complicada con el temita de andar engordando a la gente con puras chucherías, a mi siempre me tocaba el pajúo que, preocupado por mi salud y mi figura, no me daba chocolates ni caramelos. Siempre lo odiaba. Mientras yo me armaba toda una estrategia para que no se enteraran a quién le regalaba yo sino hasta el último momento, escribía las notas con la mano izquierda para que no reconociera la letra y siempre me esmeraba en mantenerlo satisfecho. Nunca tuve quejas.

Espíritu decembrino

Lo cierto es que en diciembre algunos nos ponemos como querendones, no estoy segura hasta qué punto sea una pose o una careta por tanta escarcha en las decoraciones, lo importante es que sucede. Trato de no contagiarme de los que detestan estas fechas, los que se creen grinch (hasta por moda), de los que se deprimen y desmotivan con sus caras largas. No ando con un gorrito ni guirnaldas de zarcillos pero si me entusiasma el espíritu navideño.

De hecho todo lo de decorar la casa, después de pintar las paredes religiosamente, poner los 3 millones de adornitos en el arbolito, que en mi caso y en mi casa significa: sustituir la mantelería por la bicromática de rojiverde o en su defecto blancoydorado, es que hasta los forros de la poceta tienen maticas de navidad y campanitas. Además comienza la milenaria labor de posicionar por toda la casa, con estrategia napoleónica los mini nacimientos de 3 figuras que colecciona mi mamá, eso acompañado de una parranda de velas aromáticas de mandarina, para la prosperidad obviamente.

La comilona era otro asunto de Estado, la preparación de las hallacas era sagrada, muy demandante y laboriosa por demás, desde hacer el mercado para conseguir los ingredientes, pasando por la lavadera de las hojas mientras el aroma a guiso entraba por los poros, las manos anaranjadas por amasar con onoto, comerse las aceitunas antes de tiempo, hasta la sistematización (casi industrial y con un toque de trastorno obsesivo-compulsivo) que se presentaba a la hora de armar cada una con la misma cantidad de pasas y el pedacito de pimentón colocado perpendicularmente al aro de cebolla. Soy fanática de los bollos y siempre terminaba comiéndome todo lo que mi hermana le sacaba a su plato, detesto la ensalada de gallina con manzana y me bebía los fonditos de las copas de sidra de los viejos.

Las navidades aquí son para mí, época de parrandas, patinatas y compartires, más allá de la avalancha de compromisos sociales y mercantiles a los que estamos sujeto en estas últimas semanas del año. Disfruten de los largos abrazos, son el bálsamo que necesitamos siempre.

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