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Ven pa’ contarte un cuento

En clase estuvimos leyendo un trabajo de investigación bien interesante sobre un profe que quiso demostrar cómo se forjan los roles de género a través de los cuentos infantiles. Codificando los estereotipos de género en una tabla de atributos positivos o negativos que pudieran identificar los roles masculinos o femeninos dentro de las historias de los cuentos, le asignó a sus estudiantes analizar el contenido de cuentos que les asignaba mientras él observaba a sus participantes.

Fue un trabajito fino de leer porque está escrito en un tono comprensivo, casi jovial, y porque está escrito por un hombre, lo que es sumamente valioso no le guste a quien no le gusta si vaya pendiente de reconocer que la lucha no es nada más de las mujeres.

Mientras leía y decía para mi misma “sí, sí, hemos hablado de eso en varias ocasiones. Estamos criando princesitas indefensas y machitos violentos”, fui viajando atrás en mi temprana memoria a una de las partes de mi día que más ansiaba: la hora de los cuentos. Sabrán las yemas de los dedos de mi mamá cuántas páginas pasó y cuáles de ellas fueron las mismas repetidas en infinidad de ocasiones de tantos cuentos que esa negrita me leyó a partir de sus 32 cagaos años.

Muy probablemente mi proceso de alfabetización inició de la voz de mi mamá y no fue un proceso tan terriblemente violento como lo pudo haber sido en preescolar. Cuando nos dieron el fulano “Mi mamá me mima” yo me sabía “Margarita” de arriba pa´bajo, y tenía 4 años. “Margarita, está linda la mar. Y el viento tiene esencia sutil de azahar. Yo siento en el alma una alondra cantar. Margarita, te voy a contar un cuento”.

No es que haya sido “avanzada para mi edad” o nada de esos jalabolismos patalogizantes que le dicen a las madres, sino que más bien, quizá, la memoria ya empezaba a funcionar. Yo no sé si era que sabía leer, pero si la negra me leía el mismo cuento 2 y 3 veces por noche pues bueno, ustedes dirán. Hay gente que se sabe el Credo sin saber qué dice el Credo; yo me sé Margarita.

Mi mamá no me leyó cuentos con estereotipos de género. No sé si lo hizo conscientemente o con intención clara en ese momento, pero la voz que leía esas palabras con tanto amor no aportó más a que se forjaran mis roles de mujer. Mi mamá me leyó sobre un dinosaurio que soñaba (porque le tenía miedo a la oscuridad), sobre una señora con sombrero que cuidaba de su jardín de flores (que era la muerte), sobre un niño que se creía detective y quería resolver la desaparición de su gato, sobre una gaviota que perdía a su familia y la recuperaba. Por supuesto, en el paquete estuvieron Ratón y Vampiro, El Libro de los Animales y la Ratoncita Presumida. Yo no sé si en mi inconsciente se instalaron los roles de esos personajes femeninos, pero lo que sí recuerdo es la voz de mi mamá (el amor hecho sonido) recitando esas palabras en un tono que no le he escuchado a nadie más hasta ahora. Y lo recuerdo como si hubiese sido esta mañana.

En vez de querer ser una princesa, yo me aventuraba con Margarita: viajaba por el mar y el cielo con ella, acariciaba a los elefantes, miraba la larga barba de su papá; quise vivir también en ese mundo de ratones con la Ratoncita Presumida y andar en sus trencitos. Quise gritar “aaaalfrediiiitoooooo”. Quise saludar a la montaña; quise ser como Vampiro y quise ser como Ratón para disfrutar el día y la noche sin miedo; quise ser Pokita para volar y sentir el aire rozar mis alas; quise ser detective para descubrir misterios; quise tomar té caliente en el bosque junto a Sapo y Sepo en sus casitas pequeñas y humildes, y salir a pasear con ellos por la naturaleza. Quise ser lo que era, una niña que es hija de su mamá y su identidad reside en esa verdad.

Creo que siempre tuve presente mi agradecimiento hacia quienes se negaron rotundamente a regalarme barbies y cosas rosa porque nací niña. Disfruté enormemente de la dicha de manejar Nikos por asfalto, tierra y arena; de montarme en todas las montañas rusas que pude; de jugar con los Jotwils de mi hermanito; re reventarme las rodillas cada vez que podía porque salir a jugar es para todo el mundo; de poder decidir desde muy pequeña cómo me quiero peinar o si me quiero peinar en lo absoluto y qué ropa me quiero poner.

Creo que mi pobre abuela sufría un poco, pero mi familia siempre estuvo al tiro para permitir el desarrollo de una infancia en su plenitud en la medida de nuestras a veces muy muy cortas posibilidades. A todxs, les agradezco muchísimo. Nadie nunca me dijo que no podía hacer lo que me diera la gana porque nací mujer. Se negaron porque era flaquita, chiquita y que jode torpe; pero nadie nunca me dijo que no porque nací con vagina.

Ello me acompañó mientras el resto del mundo empezaba a repetir incesantemente “no puedes”. Les creí por un rato, luego se metieron mucho conmigo y terminaron creando un monstruito: “dime que no pa que veas que sí”.

Hoy, todavía, recuerdo la voz de mi mamá en cada uno de esos cuentos: fuerte, segura, divertida y profundamente amorosa. Quizá se me olvidó por unos buenos años cuando una es profundamente vulnerable a las princesitas indefensas y a los machitos violentos, quizá todavía se me olvida de vez en cuando, y quizá también a ella se le olvida. Pero hoy esa voz va conmigo, y más que un recuerdo es una especie de cosa luminosa que tengo alojada en un lugarsito que hay entre el plexo solar y el esternón.

A todxs lxs mamás y papás y familiares y amigxs y responsables que están en ese momento de la alfabetización amorosa, por favor, lean desde el amor de ese ser que apenas descubre la vida y no desde la creación de la princesa que es carnada y el machito voraz. Sí podemos cambiar las realidades de lxs chamxs, sí podemos cambiar las nuestras.

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