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Tener miedo

Por: Randolph Borges

Es normal, es un reflejo humano de preservación de la vida, el más puro instinto de supervivencia. Según la Academia el miedo es la sensación de angustia ante un peligro real o imaginario. Por tanto, el miedo lejos de hacernos débiles, nos convierte en seres honestos, seguros de lo que necesitamos cuidar. Michael Fanselow, neurocientífico de UCLA dice: “Las personas creen que tener miedo es malo… el mundo es un lugar bastante peligroso y hemos evolucionado a sistemas muy poderosos que automáticamente nos fuerzan a comportarnos a la defensiva y a protegernos”.

Miguel tiene miedo. No le teme a la oscuridad, ni las arañas. No le teme a los fantasmas porque a sus cuatro años sabe que hacen más daño «los que juegan con pistolas», como suele decir. Tampoco le teme a los monstruos de las películas de miedo (cuando las ve por descuido de sus papás), porque sabe que «los que se dan con los puños» (palabras de Miguel), hacen más daño que la ficción en TV.

Aún así, mi persona favorita me dijo que tiene miedo. Teme que papá y mamá se pongan viejos. Un día me lo dio a conocer con la frase: «papá, no quiero que te pongas viejo como mi abuelito José porque se te va a caer todo el pelo» (ya empezó el proceso)… «No quiero que mi mamá se ponga viejita como mi abuela Olga porque se le arruga la cara» (todavía falta recorrido jeje)… Ninguno de mis argumentos logró calmarlo y del miedo pasó al pánico: «Papá, yo no quiero que ni tu ni mi mamá se mueran… no te pongas viejitooo…». Me dejó helado. Una de esas cosas que te deja sin capacidad de reacción.

Mientras el peque lloraba inconsolable a niveles de la desesperación, yo no supe qué decirle en el momento. Lo abracé para tomarme el tiempo de pensar mi respuesta, hacer un recorrido por esos miedos compartidos y ancestrales de perder a los nuestros y volver con una explicación que nos tranquilizara a ambos.  Escuché que dije, como quien escucha a otra persona: «Es normal que nos hagamos viejos Miguel, pero mientras tenemos más años también nos vamos haciendo más sabios«.

Satisfecho de mi ingeniosa respuesta oí bajar los niveles de aquel llanto por un momento. Pero qué va, no funcionó. Apenas me miró de nuevo a la cara rompió en llanto más fuerte y me abrazó. Miguel quiere que me quede así, sin más arrugas, ni canas y con el cabello que aún queda.

Complicado hacer promesas que de antemano sabemos que no vamos a cumplir, además, la verdad es una de las banderas que suelo levantar en la crianza del niño. Lo único que me prometí a mi mismo mientras una lágrima se asomaba en uno de mis ojos, es que voy a pasar muchos y buenos momentos con él. Que no voy a dejar que yo viva en sus recuerdos como un padre decorativo o el señor que le daba la mesada. Que no me voy a permitir privarme de gritar sus goles, cantar sus jonrones o escuchar su xilófono. Que voy a estar cuando llore su primer desamor y cuando celebre sus triunfos. Nos prometí tiempo en cantidad y calidad, para que entienda con hechos, y no con palabras, que mi hombro será para él ese apoyo que siempre va a necesitar. Esa es mi promesa: un papá.

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