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…Y dale con el hiperactivo

La primera vez que escuché a alguien decir de Miguel que es un niño hiperactivo, me llené de orgullo y me dije para mis adentros: “¡Ese es mi hijo, Nojombre! ¡Eso lo heredó de su papá!”, y otras frases por el estilo que acrecentaban mi autoestima y mi condición de padre exitoso. Lo que me hacía dudar para que mi alegría sea completa, era la cara descompuesta, severa y alarmada de la psicopedagoga, quien después me hizo ver que estaba volando demasiado alto y que la “hiperactividad”, según los criterios de la psicopedagogía moderna, es un asunto para preocuparse.

Decidí no adelantarme en mis preocupaciones y junto a su madre decidimos investigar ese diagnóstico aventurero, consultar con otros expertos y seguir de cerca el comportamiento “eléctrico” de Miguel, que no estaba reñido con prestar atención y seguir algunas reglas.

En esas consultas, nos topamos con algo llamado Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), que mete en un saco a una parranda de chamitos con diferentes personalidades, condiciones socioeconómicas, edad y situación familiar, para diagnosticarlos y medicarlos con calmantes y someterlos a costosos tratamientos. Según se dice de los niños diagnosticados con TDAH, pueden fracasar en la escuela, no siguen ninguna regla, nada les motiva, son irreflexivos y carecen de capacidad para concentrarse en cualquier cosa. ¡El apocalipsis para cualquier padre!

No hay dudas que existen niños con esas condiciones y que deben ser vigilados de cerca por profesionales en el área. Pero también es cierto que innumerable cantidad de patologías se han creado exclusivamente con la intención de vender medicamentos para favorecer de esta manera a los grandes laboratorios, pero de unos años para acá ese diagnóstico alegre que muchos docentes, psicólogos infantiles y otros profesionales vinculados al crecimiento de los chamos, comienza a preocupar más que las propias características de la condición.

Amigos lectores, no se trata de ninguna epidemia de TDAH ni nada por el estilo, eso no existe. Y sé de casos en los que esos diagnósticos han sido precipitados, entre ellos el de Miguel, que tras consultar segundas opiniones dan resultados totalmente distintos. No se me borrará de la mente las palabras de la pediatra que ve al chamo desde que era bebé: “No vale, esa era esa profesora que quería trabajar menos teniendo al niño medicado”.

En cualquiera de los casos siempre es bueno consultar otras opiniones, informarse y nutrirse de las experiencias de otros padres. Esta difícil pero hermosa labor de la paternidad, requiere de estudio constante, de observación y acompañamiento permanente, pero también un componente fuerte de este oficio que orgullosamente desempeñamos, es la intuición, y si los diagnósticos de los especialistas que nos acompañan en este camino no nos convencen, nuestro deber es seguir ese instinto y ubicar expertos que nos tranquilicen con sinceridad.

Mientras tanto, a sus cuatro años Miguel no tiene ninguna de las características del TDAH, sigue dibujando sistemas solares, mapas y carros; lee y escribe con fluidez y en su inquieto comportamiento, brinda las mejores escenas de ternura que pueda protagonizar un niño. Se peló el diagnóstico profe.

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