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Vincenza

Hay un árbol que nunca nunca deshoja.
A los pies, sus almas descansan del fuego, beben de su sombra.

Tenía dieciséis años. Hace tres, llegaba de Italia a Hoboken, Nueva  Jersey, a la casa de su tío Ignatzio Razio, y Nueva York era un cielo de ladrillos.

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Pasó de robar mendrugos, a bastear las mangas de las camisas en la fábrica Triangle Shirtwaist, de donde había logrado ahorrar cien dólares para mandar a su hermano y su mamá en Sciacca.

Rápidamente, aprendió a mover el pie en la máquina de pedal, a sincronizarlo con la mano, y subió del piso ocho al nueve. En las escaleras, escuchó y repitió un par de palabras en inglés.

Cuando el capataz se descuidaba, miraba por la ventana la plaza Washington, y se imaginaba sentada, en el borde de la acera, en una calada de cigarro.

Pero la dentada de la aguja le devolvía la mirada al fondo del cuarto, al rincón de los niños, donde las obreras dejaban a sus críos, que limpiaban los hilitos sobrantes de las blusas a cambio de unos centavos de dólar.

La atmósfera era de algodón, uno denso y color arena, que se adentraba en el pecho, y para el que no había expectorante. Subía desde la montaña de telas sobre el piso, y ascendía hacía la luz de las lámparas de gas, dispuestas en hileras, sobre las cabezas de cientos de mujeres y sus máquinas.

La paga dependía de la producción, así que no paraban, sino no podían pagar el cuartucho y la comida. Nueve horas mínimo, de lunes a viernes, y hacían jornadas los fines de semana de siete.

No sabía cómo se llamaba la de al lado. Pero sí cómo se llamaba su hijo: Américo, como el italiano que le dio nombre a esa masa de tierra.

El celador también era de Italia. Les cerró  las puertas, las ventanas, les revisaba los bolsos, les evaporó las lágrimas.

Si tan solo hubiese podido llorar, algo de aquel fuego se hubiese apagado.

Los diarios especularon, que si la colilla de un cigarro en un tarro de basura lleno de retazos, que si el motor de una de las máquinas. La verdad, ella se hizo cenizas por mujer, niña, inmigrante. Ella y ciento veintidós mujeres más.

Era sábado, día veinticinco de marzo de 1911. Ése día, unas quinientas trabajadoras volvían a la factoría. Ella no subió por el ascensor, sino que prefirió ejercitarse por las escaleras, un túnel de escaso espacio, oscuro, por el que –más tarde- no habría escapatoria. Sabía que llegaba al noveno piso por el anuncio que antecedía la fábrica: “Si no vienes el domingo, ni piense en regresar el lunes”. La del sindicato se lo tradujo.

El día era como otros: sus manos se le entumecían llegadas las doce, la nuca se contraía, y volvía a Sicilia, a mojar sus pies en el mar que mira a África.

Retrocedía la silla unos centímetros, se erguía y volvía a las cinturas de las camisas para las señoras.

Esa tarde hubo de coser y descoser la misma blusa unas tres o cuatro veces. Perdió la cuenta. Miraba cada tanto el reloj.

A las cuatro, volvió a estirarse.

A las cuatro y cincuenta, sintió el humo que le crecía desde el pedal de la máquina y se alzaba en las mechas de tela: ¡¡¡FUOCO!!!

La de al lado, que no supo cómo diablos se llamó, se lanzó por la ventana como un papagayo en llamas. Sobre ella brincó un par, que unos segundos más tarde vio tirarse por las cuerdas del ascensor, otras se apretujaron por las escaleras.

Ella era demasiado pequeña, era el relleno que hacía falta a los libros de historia.

Fue más útil muerta que viva.

Apenas pudo dar unos pasos, se devolvió a su lugar de trabajo. No recordaba por qué había venido a América. Los gritos y las sirenas tampoco  la dejaban hurgar en sus recuerdos.

Recién había puesto suelas nuevas a sus zapatos. Para entonces, el humo le había quebrado el impulso, y cayó como una bandera sobre su máquina.

Se hizo ceniza y el viento que la barrió provino de la Cascada de las rocas en Corleone, de donde saltó al vacío hasta caer en la estatua de la libertad.

Su tío llegó de Nueva Jersey por la noche a buscar a Vincenza Billota, que murió quemada viva dentro de la fábrica. Y, logra identificarla porque sus zapatos habían sido recientemente reparados.

Reconoció el trabajo del zapatero.

53 mujeres se estrellaron contra el pavimento, al lanzarse por las ventanas desde el octavo, noveno y décimo piso de la fábrica Triangle Shirtwaist.

20 cadáveres se consiguieron en el foso del ascensor.

En total, la muerte de 146 personas calcinadas (123 mujeres y 23 hombres), despertó la rabia del mundo y reanimó especialmente la de las mujeres, que lograron cambiar la legislación de entonces.


¿Qué cómo aquello se ha transformado en ocasión para regalar flores? Que hable el capitalismo.

¿En qué ha cambiado la situación del inmigrante, de la mujer, de la trabajadora? ¿Acaso es menos esclava, porque tiene la llave de su jaula?, o ¿quién la tiene?

DesdeLaPlaza.com/Indira Carpio

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