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Nosotras vs la dimensión asco

Está lista. Después de haber decidido que sí, que en efecto va a ir allí, se para de la mesa, saca papel, servilleta o toallitas si trajo consigo, sino va y pide en la barra. Se encamina a la puerta marrón y el olor, que se escapa por la rendijita que separa la puerta del piso, le da la bienvenida. Le advierte y la saluda. Ella agarra la manilla, arrepintiéndose, y pasa.

El olor. Ay, el olor. Ya ni le dan náuseas, está acostumbrada. Evalúa la situación piso, la situación paredes y la situación poceta. Y es allí cuando va armando la estrategia. Ésta es toda una operación, ¿ok? Ni que le paguen se sienta, pero la cuestión está en cuán terrible está el aro de la poceta y, más aún, el interior.

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Porque si el aro de la poceta está orinado pero el agua está limpia, brutal, hace pipí tranquila. Ahora, si ese aro está meado como siempre pero el agua está amarillo oscuro y espesito, o marrón, o con cositas que flotan, empieza la aventura: fija bien los pies en el piso –que los dioses la protejan si se fue en sandalias– se baja la ropa, hace pipí y, mientras, está pendiente que nada camine hacia ella y que nada, absolutamente nada, le salpique (si le salpica es misión fallida. Antibiótico urgente).

Pero, epa. Siempre puede ponerse peor: se olvida de la poceta, mira la papelera. ¿Cuándo orinar en la papelera es una opción? Ja. Si la poceta está en un estado irremediable y con certeras consecuencias, ella empieza a pensar en opciones. Y bueno, claro, está la papelera.

Parece horrible, sí. Suena horrible, sí. Pensarán “chamo, ¡qué asco! ¿No se pueden aguantar?”, pero no. La jeva no se puede aguantar, se está reventando y hacer pipí en esa poceta, que saben los clavos de Cristo cómo no se ha desintegrado todavía, no es viable.

Una vez la pobre mujer termina de hacer pipí se sube su ropa y sale del baño de dos rolo de saltos, sacudiéndose y con escalofríos, y así inicia el conteo regresivo a la próxima vez que tenga ganas. Ahora únanle a todo esto cargar la cartera/bolso, el suéter y la lonchera, y mientras lo sostiene todo, sacar el papel y rogar que nada se caiga.

Y así va por la vida, de aventura en aventura, de baño cochino en baño cochino, de poceta sucia en poceta sucia, viendo a ver si en medio de la abominación esa no le sale un zombie, no se le asoma una muertica en el espejo y las cucarachas que le caminan alrededor de los pies no crecen y se la comen como en Hombres de Negro I”.

Nos reímos a carcajada limpia y suelta. Recordábamos cada una de nuestras experiencias en los baños de Caracas mientras estábamos sentadas alrededor de la mesa. El pensamiento común “No voy a ir a ese hueco con poceta. Pero tengo muchas ganas.

Es mejor aguantar. Sí, sí” había abierto la conversación. Con cara de susto y asco, una de nosotras sube la ceja y dice “Ah, ah. Allí no. Mejor vamos aquí al lado” y otra le contesta: “No nos lo van a prestar, estamos las cinco y todas queremos ir”. Y así, cada una empieza a hacer mapeo mental de los baños a cuatro cuadras a la redonda a los que pudiésemos ir.

Es decir, pasar por la evaluación rápida de si estaría abierto, medianamente limpio, si en efecto nos lo prestarían o si habría que pelear por usarlo. Alto GPS, les digo. Actualización constante y una exactitud casi del 100%. Nosotras y Tomb Raider.

El baño del lugar donde estábamos se lleva un 100 en una escala del 1 al 10 en asquerosidad, por el asco que produce.  Tiene un nivel insuperable, ni los baños de carretera le llegan. Todas las mujeres que hayan entrado a un baño así saben de qué hablo. Se les encoje el estómago y ponen la boca pa’ un lao’ casi arrepintiéndose de su urgencia fisiológica.

Se lo piensan no una, ni dos, ni tres veces, no. Pasan varios minutos sumando pros y contras, recordando cuáles otros baños hay, pensando en las consecuencias y lamentando haberse tomado la birra, que, inevitablemente, las va a mandar a orinar. Y sólo una vez si tienen suerte.

El problema acá es que la mayoría de los baños están en esas condiciones, y es un tema serio y urgente de salud pública. No sólo dan ganas cuando se está sentada bebiendo una birra, no. Nos dan ganas cuando sea, la vejiga no mide si estamos en un lugar adecuado para orinar o no. Ojalá. Y no tenemos paloma para ir a orinar en la esquina de la Catedral y así atender al típico comentario de “qué lástima que ustedes no pueden orinar en la calle”. OJO, de que podemos, podemos.

Que hayamos decidido no  contribuir a enchabar los espacios públicos es otra cosa.  Cuando una va a buscar otros baños donde ir, como hicimos nosotras cinco ese día, se enfrenta al cartelito que lee “baños sólo para clientes” porque sálvanos Cosmos Bendito de que nos den ganas de orinar y no hayamos comprado nada en ese lugar; al “por faaavooooor, me estoy orinando y nadie más me presta el baño” (también hay que rogar pa’ poder hacer pipí) y a las condiciones insalubres de esos espacios.

Aguantarse las ganas tampoco termina siendo una opción: primero, va a llegar un punto en que no vamos a poder más, y segundo, bienvenida querida cistitis.

Santo bendito de los baños podridos, acompáñame y protégeme por favor te lo ruego por favorsito. Me porto bien, declaro el ISLR a tiempo y me bebo dos nada más. ¡Lo juro! Pero por favor no me dejes sola”.

Y así inicia nuestra procesión de vida con nuestras naturales, ineludibles y obvias ganas de hacer pipí, enfrentándonos a baños trimarditamente sucios que dan asco, cartelitos antipáticos, comentarios idiotas y ruegos, oraciones y promesas. ¿Que el Cosmos nos bendiga, o maldiga? Una de dos.

DesdeLaPlaza.com/ Sahili Franco /Ilustración: César Mosquera @Cesar_Mos manifies.to/@cesar ———-

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