Psicoloñazos

A diferencia del gran grueso de mis amistades, yo no recibí maltrato físico durante mi niñez. Ni correas, ni chancletas, ni palos, ni nalgadas, ni paletas de madera, nada de eso. No precisamente por ser un angelito, aunque hasta la pubertad me portaba muy bien, es que yo no era una niña llorona y pocas veces me pellizcaban o halaban la oreja, prometiéndome una paliza en casa, sino más bien porque mis padres decidieron aplicar otras técnicas en la construcción de la buena conducta y disciplina de su primogénita. Los coñazos psicológicos o psicoloñazos, que a veces le dan a los hijos para alinearle los chacras y se terminen de bajar de la mata de mango de la vecina, no me los dieron a mí.

Tanto es así, que puedo enumerar con una sola mano y me sobran dedos, las veces en la que en mi memoria quedó almacenada algún rastro de violencia física por parte de mis progenitores.

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Por ser la primera promoción del matrimonio de mis padres y por ser mis viejos como son, tuve muchísimos tíos putativos. Amigos de la familia, que sin compartir la misma sangre, me quisieron muchísimo desde mi llegada aquella tarde de noviembre del 81. Al mejor estilo de los recién casados en la fiesta de matrimonio, me llevaron a las casas de todos los amigos y allegados que se enteraron de mi debut en esta sociedad. Era la novedad. Forrada en regalos y atenciones, me fui dando a conocer como una niña obediente, consentida, cuchi pero tremenda.

Así ocurrió cuando yo tenía 4 años, fuimos a visitar a mi madrina, mujer admirable que poseía un trillón de adornos miniatura hechos en cerámica, gres y vidrio fundido, sobre las mesitas que decoraban su casa. Pasó que como yo ya caminaba y quería agarrarlo todo y había tanto muñequito para jugar, era un paraíso prohibido. Agarré uno, frágil como la inocencia de aquellos años, era un elefante delicado con patitas pintadas de rosado, la trompa suavemente curvada hacía arriba, ojos brillantes, un sueño. Fue demasiado fácil romperlo. Desconocía el valor sentimental del objeto, al parecer había pasado de generación en generación, yo sólo lo sujeté demasiado fuerte y la trompa quedó en 3 pedazos. Lo hice sin querer queriendo como El Chavo, no fue maldad ni travesura, lo juro. El grito fue seco y con una expresión que aún recuerdo, una mezcla de dolor con compasión que jamás había visto, mi madrina me decía que no importaba. El daño ya estaba hecho, no había pegaloca que reparara esa trompa.

Mi mamá corrió hacia mí y recogió del piso lo que quedaba del pobre animal y para enseñarme, acompañado de un «eso no se hace», soltó una palmada en el revés de mi mano. Se me puso algo roja, jamás mi piel había recibido semejante contacto, no fue tan duro, sólo era algo nuevo. Yo no lloré, mi mamá sí.

Raising Brat

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Como ya les he contado, fui una niña hiperactiva, con una fuente inagotable de energía, inscrita en cuanta disciplina y arte que pudiera practicar durante el día, natación, gimnasia, teatro, danza, tareas dirigidas, todo para intentar (sin éxito) exprimir el cohete biónico que significaba crecer en los años ochentas, sin videojuegos ni internet. Cada tarde llegaba a casa, quemando los últimos cartuchos, rodillas, codos, camisa y hasta la cara sucia, esto porque pasaba todos los recreos haciendo parada de manos, puentes y demás acrobacias que nos enseñaban en el colegio, monéandome en cuanto pudiese, al mejor estilo de los chimpancés.

Cuando se tienen 7 años no hay temor a Dios, ni a infecciones, ni a un barranco, ni al mañana, ni a los piojos, ni a las bacterias, entonces mi lógica infantil me decía que no tenía ningún sentido tener que bañarme, si al día siguiente me iba a volver a ensuciar. No me cabía en la cabeza, cuál era la razón por la que uno tenía que bañarse a diario, si a diario te ibas a ensuciar. Cada tarde era la misma cantaleta de mi mamá: “Métete a bañar ya, para que no te acuestes con el cabello mojado”, “Victoria, báñate chica, mira como tienes las rodillas”, “Ay pero mira esa camisa, ¿barriste el patio con ella?”, «Cuento 3 y te metes a bañar». En mi imperio de hija única, muchas veces se hacía lo que yo decía, pero en este particular, no fue así. Mi madre, cansada de lidiar con lo mismo todos los días, optó por tumbarme en la cama y quitarme el bluejean que cargaba y como la pataleta que armé mientras esta escena sucedía fue tal, su reacción fue darme con el mismo pantalón. Fue un poco más duro pero sobretodo inesperado, creo que lloraba más por el susto. El detalle está en que la hebilla de la correa se había marcado en mi pierna. Valiéndome de todos los recursos histriónicos que ya había aprendido y al mejor estilo de novelita rosa mexicana, le gritaba a mi mamá que me había dejado marcada para siempre, me ahogaba en llanto y en mocos pero aun así, con todo y drama, me metieron a bañar hasta con la chemise blanca puesta.

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La adolescencia fue mucho más complicada en mi caso y en mi casa. Fumaba a escondidas y con 15 años olvidé esconder la caja de cigarros que cargaba en el bolso del liceo. ¡Ta ta ta taaaaaaannnn! Mi mamá los encontró y comenzó la cantaleta. Que si yo era asmática, que de quién era, que por qué los tenía en el bolso, que con qué plata los había comprado, que si yo no sabía que eso era dañino para la salud, una retahíla de preguntas y consejos mientras yo sólo masticaba chicle y miraba el techo con mi mejor cara de ¡qué fastidio! Al principio negué a toda costa que fuese mío el botín, pero me iba tropezando con mis propias mentiras y cuentos. Hasta que, cansada del sermón, le grité desafiante y mirándola a los ojos (como cuando los umpire discuten con los peloteros) le dije: «Ay sí mamá, son míos». No sé qué me pasó, quizás el calor de la discusión, me pegó la luna, se me metió un espíritu maligno o algo, pero cuando sentí aquella bofetada, no lo pensé, sólo reaccioné automáticamente y se la devolví. Sí, le pegué una cachetada a mi propia madre. 

El silencio fue breve y un diminuto e imperceptible «disculpa mami» se me escapó por la boca pero ya era demasiado tarde, la indignación y la rabia por semejante acto, se había apoderado de mi papá que estaba presente y de un giro por los hombros me dio unas cuantas cachetadas más por abusadora y falta de respeto. Me encerré en mi cuarto un día entero, mi hermana me pasaba papelitos por debajo de la puerta, comí galletas maría y hacía pipí en un vaso. Luego avergonzada por lo ocurrido, me disculpé y no tenía cómo ver a los ojos a mi mami, que sólo se preocupaba por mí y mi salud.

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Llegar a la mayoría de edad fue para mí una gran hazaña. Aún no recuerdo por qué lo sentí así, pero estaba convencida que al marcar las 12 de la noche y cumplir los 18 iba a ser como un suiche que se activaba para hacer y deshacer lo que me viniera en gana. ¡Qué ilusa! Quería atreverme a todo lo que con 17 años no había podido,  lanzarme en paracaídas, viajar por el mundo, llegar de madrugada, ir a discotecas, etc. Por culpa de esa falsa independencia, esa que te hacen creer en los comerciales y películas, esa que supuestamente aparece como arte de magia al llegar a esa edad, se me ocurrió que tatuarme era una buena idea pero la mejor idea la hice pública de la peor manera.

Desde la cocina le notifiqué a mi papá que tenía pensado hacerme el piercing de la lengua. No estaba pidiendo su autorización pues en mi cédula decía que ya tenía edad suficiente para votar y por ende, decidir sobre lo que podía hacer con mi cuerpo. Su ceja se elevó un poco y casi como un murmullo dijo: «tú no te vas a hacer eso». Osé en reírme de su comentario y lo desafié con la frase casi en tono burlón: «es que no te estoy pidiendo permiso, te estoy contando que me voy a hacer el piercing de la lengua, no puedes evitarlo, ¿o qué? ¿me vas a amarrar a la pata de la cama para que no vaya? Es más, me lo voy a hacer sin que te des cuenta». Ya con la ceja bien arriba, mi papá se incorporó en el sofá y repitió: «Que no te vas a hacer un coñoemadre, eso trae enfermedades».  Soberbia y pendenciera a la vez le dije la última: «Es más me lo voy a hacer con tus reales». Se levantó del mueble, se acercó a mí y me tomó firmemente por los hombros y mirándome a los ojos me empujó con fuerza contra la nevera mientras en sílabas me dijo por una última vez: «Que-no-te-vas-a-ha-cer-un-co-ñoe-ma-dre».

No me lo hice. 5 años después me abrí el piercing de la ceja pero ya estaba muy viejo para ponerse a discutir. Otro día les cuento cómo fue cuando le dije que me había tatuado.

Como les dije, soy bendecida y afortunada por tener los padres que me gasto, han hecho con sus herramientas y pedagogías, lo mejor que han podido. Les agradezco infinitamente todas las charlas y toda la paciencia que aun me tienen, cada respiro hondo que tuvieron que dar para no lanzarme un chancletazo o un en su defecto un correazo, que muy probablemente merecía. Gracias a una educación basada en el afecto, el respeto y la armonía, donde la comunicación siempre estuvo presente para resolver los numerosos incovenientes y problemas que tuvimos, en el forjamiento de este carácter que te me tengo. Aunque no dudo, que a lo mejor me hicieron falta unos cuantos psicoloñazos para crecer un poco más derechita.

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Victoria Torres

Periodista, melodramática y brontofóbica. Contra todo pronóstico, fiel creyente de la amistad y de que un mundo mejor es posible. Responsable y dueña de lo que escribo y sueño, que ahora comparto con aquellos que están tan locos como yo.