Dilma

Baja la cara de una bofetada y sus ojos, a punto de salirse de órbita, contemplan los hilos de sangre que pueblan, de a poco, las líneas de los azulejos blancos en los baños de la cárcel Tiradentes en San Pablo.

Era sangre sobre sangre, una piel que olía a kilómetros, la costra que en Brasil no termina de amanecer.

Siempre fue de noche. Durante aquella luna, pegó su boca con tal fuerza contra el tronco en el que la amarraban para electrocutarla, que uno de sus dientes se amorató. Más tarde se lo volaría de un puñetazo el capitán Benoni de Arruda Albernaz (1), jefe de interrogatorios.

Lo vomitaría con el poco pan y la poca agua que tenía en el estómago, también la sangre.

La mandíbula se le desencajó, el corazón se le fue a otra parte.

“Vas a estar deformada y nadie te querrá. Nadie sabe que estás aquí. Te convertirás en un ‘jamón’ y nadie lo sabrá”, le susurraba uno de sus torturadores.

No sabía cuántos días habían pasado, los contaba a golpes, como se cuentan en Dictadura.

Ella tenía 22 años, la injusticia era anciana.

Dilma había llegado por la misma razón que no se iría: por delación.

La atraparon en un bar de la Rúa Augusta, en San Pablo. Ahí se encontraba tres veces por semana con José Olavo Leite Ribeiro, militante de la Vanguardia Armada Revolucionaria Palmares, recientemente capturado y torturado. Dijo el hombre las señas, que harían de ése 16 de enero de 1970, una herida en la historia de Brasil.

La detuvieron y la azotaron, la ahogaron en los sótanos de la Operación Bandeirante contra los comunistas. La colgaron de un palo en posición fetal, con la cabeza hacia abajo, desnuda, mientras le aplicaban electricidad en los pezones, en la vagina. Era el pau de arara. Cuando la sentaban, caía como un saco de arena sobre la silla eléctrica, la cadeira do dragão.

La enjuiciaron militarmente y la condenaron a seis años, de los cuales cumple dos y un mes.

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Se vestía con una sudadera azul marino, con la que se pretendía tapar los morados, los rasguños, la saliva, las manoseadas, el asco.

Hablaba poco, se tragaba las palabras, menos cuando se dedicaba a formar la célula de las mujeres en la prisión. Su fuerza era del tamaño de su padre (2), también su ternura.

Cuando las bisagras de las puertas rechinaban, sabían que venían por ellas, y entonces se preparaban. Dilma dirigía el grito, el llanto, la protesta.

Entonces, esperaba. “La peor cosa de la tortura era esperar (…) Esperar para recibir golpes. Supe allí que la tarea era pesada”, diría cuarenta años después.

De vuelta, ella le daba la sopa en la boca a su compañera, o la abrazaba contra su pecho, mientras entonaba alguna canción de cuna, o sintonizaba la radio en una apacible estrofa:

“La razón por la que envío una sonrisa … y no corro, es que he estado tomando la vida … casi muerto” (3).

Tenían un gato llamado Brutus y, entre su mierda, escondían mensajes cifrados, con los que se estructuraban para no perder la cordura, para mantener las fuerzas, para continuar, para vivir. También tuvieron una tortuga.

Dilma se quedaba de vez en cuando observando aquel caparazón, duro, oscuro, paciente y pone sobre él la espesura de sus ojos a reposar. La vida volvería a sacar la cabeza.

 


En 2009, estuvo bajo tratamiento médico para también vencer el cáncer de linfoma que le fue detectado.
En 2010 gana las elecciones a la presidencia de la República Federativa de Brasil.
En 2011 asume.
En 2014 es reelecta.

Actualmente es juzgada por el Senado de Brasil para la destitución de su administración, después de ser sometida a un juicio político por el Congreso.

35 de los 60 encargados de redactar el informe en su contra están implicados en la comisión de diferentes delitos. 60% de los diputados que votaron a favor del impeachment contra la gerencia de Dilma tienen abiertos procedimientos judiciales, en su mayoría por corrupción.

Y, aunque haya explicado lo que ha sucedido económicamente durante su mandato con el movimiento de cuentas para saldar -dentro de su misma administración- fisuras, y cómo no hubo organismo que le orientara al respecto, la oposición ha salido a las calles a celebrar el triunfo que sus diputados celebraron en televisión nacional, con glorias a Dios y a los torturadores de Dilma (4).

A Dilma Rousseff, jamás se le acusó de enriquecimiento ilícito. Hoy, niega el crimen de responsabilidad del que la acusa la oposición, ni delito alguno que legalice el juicio político.

“¿Impeachment sin crimen de responsabilidad qué es? Es golpe”, explica.

Pablo Gentili, escritor y docente argentino radicado en Río de Janeiro lo dice en dos platos: “Brasil vive hoy un estado de excepción. No es el combate a la corrupción, sino su perpetuación, lo que guía la destitución de Dilma. No es la lucha por la reforma democrática de Brasil lo que impulsa y promueve el proceso de impeachment, sino la preservación de las bases oligárquicas, racistas, discriminadoras y sexistas sobre las que se construyó el poder de las élites brasileñas. No es que algo nuevo está naciendo, es que lo viejo, lo de siempre, lo repugnante y lo injusto, persisten y seguirán siendo impuestos para disciplinar y gobernar la vida de los que merecen un futuro mejor” (5).

A Dilma -sabemos- no la vencen los golpes.

Ahora mismo, observa a la tortuga caminar por el pasillo de la muerte, llevando su diente bajo la coraza, al entierro del cielo brasileño. Una descarga apaga el sol. Vuelve la noche.

DesdeLaPlaza.com / Indira Carpio


(1) Es irónico que la cárcel en la que estuviera Dilma se llamara Tiradentes, siendo que allí le volaron los suyos. Después, que dos de los hijos de Albernaz, quien puñeteara a Dilma hasta deformarle el rostro, sean dentistas.

(2) La izquierda le vino del padre, Pétar Rousseff, un búlgaro poeta, militante del Partido Comunista que se vino de un país gobernado por una monarquía fascista a trabajar en Suramérica. Primero en Brasil, luego en Argentina, y de regreso a Brasil, en donde se establecería y haría fortuna. De casi dos metros, tampoco hablaba mucho, y le haría la cabeza a Dilma. Muere cuando esta tenía apenas 14 años.

(3) Escucha a Paulinho da Viola cantando Para un amor en Recife: https://www.youtube.com/watch?v=PClFteQLPxI

(4) Fue el congresista Jair Bolsonaro el que ofrendó su voto a favor de la destitución al Coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, secuestrador y verdugo de la dictadura. Mientras, el también diputado, Eduardo Bolsonaro, su hijo, hacía señales de ametralladora cuando votaba.

Bolsonaro padre, es ése que espetó a otra diputada, Marina do Rosário, diciéndole que no la violaba porque no lo merecía, el mismo que arguye que hay que golpear a los hijos para que no se críen homosexuales. Es el parlamentario con más votos en Río de Janeiro.

(5) Brasil, estado de excepción: http://blogs.elpais.com/contrapuntos/2016/04/brasil-estado-de-excepcion.html