Santo remedio en guagua y otros menesteres

«Una Venezuela activa que me de los buenos días. Bueno mi gente bella, nosotros no queremos ni sus prestaciones, ni sus cestatickets, ni sus celulares, ni tumbarles a la jeva, ni nada de eso, sólo estamos pidiendo una colaboración de todos ustedes, lo que les salga del corazón, pero eso sí, con un billetico bieeeeeen” (léase ninguno que baje de 50 bolívares). Luego de haber aflojado las nalgas al entender que no se trataba de un asalto, mi sonrisa pepsodent se borró al instante que el par de individuos me miraron con cara de que no era un chiste y aporté para la causa.

Una colombiana cantaba que los había visto por ahí, los había visto en los tejados y dando vueltas en París, aunque no todos sean ladrones, yo los veo a diario subiendo y bajando del transporte público de la ciudad. Si vives o has pasado por Caracas y eres un pobre mortal a pie (como yo) fácilmente te puedes ver envuelto en la vorágine de personajes que utilizan las camioneticas, guaguas o autobuses para hacer una economía informal y ambulante.

No venden a la mamá porque la quieren mucho, venden desde chicles, caramelos de jengibre o menta, chocolates, ideas, canciones. Otros sencillamente no venden nada y lo que hacen es pedir una colaboración «que no empobrece ni enriquece a nadie».

Están los que te venden hasta lo que no necesitas, por ejemplo, un «Rasca-cogote», instrumento creado para calmar la urticaria que se produce en algunas espaldas apuñaladas por zancudosaurios, cabezas con una población de piojos considerable o en cualquier otra extremidad, viene siendo un ingenioso adminículo que funciona como una extensión del brazo y ayuda a llegar a los confines ávidos de saciar el milenario placer de rascarse con ganas y no enterrarse las uñas que acostumbran a arrancar la epidermis.

El bolígrafo que cambia de color: ¡azul, rojo y negro! No puedo olvidar el ungüento que tiene 31 hierbas mágicas del Amazonas y un poquito de árnica, que te salvará del infierno y además te quitará hasta las malas energías, te curará del mal de ojo y la envidia, gracias a sus propiedades curativas que alivian cualquier dolencia muscular o achaque. «Usted se lo pone allí y ¡Santo Remedio! ese dolor desaparece». El que vende chimó, hojillas, pulseritas de la suerte y hasta la gaceta hípica.

Claro,  también están los que, a cuesta de sus males, acuden a la solidaridad o a la lástima que pueden provocar sus historias como una vez me tocó escuchar: «Mira vale, lo que pasa es que anoche mataron a un convivito y no tenemos dinero para enterrarlo» o el que repite al caletre: «mi hija se cayó de la platabanda de mi casa y estoy completando para comprarle el yeso, porque no había en el hospital». A los incautos, no les queda otra que colaborar con el sencillo y a veces hasta con el pasaje que llevan en mano, algunos se apiadan y desembolsan un poco más, pero lo que nunca se sabrá es el verdadero paradero de esa plata.

Hasta la palabra del Señor la he escuchado predicar en una camionetica, de hecho hubo una moda (de vaya usted a saber de qué iglesia era), pero el hombre en cuestión llevaba un morral o bolso muy novedoso que traía unas cornetas integradas y por medio de un micrófono manos libres con una pista musical, cantaba canciones de alabaré y esas cosas.

Pero es catirito

En la ruta que utilizo para llegar a mi trabajo, he disfrutado de la ejecución musical de jóvenes talentosísimos, como un chamo que se montó una vez a tocar un violín al que le faltaba una cuerda y aun así, interpretó varias piezas venezolanas y una de Mozart.

Últimamente siempre me consigo con un joven de unos 20 y tantos años, con una pinta que llama muchísimo la atención: afro rubio, ojos claros, tez blanca full de pecas, botas amarillas hasta la rodilla, de esas de construcción que son trenzadas, franela negra y camisa manga larga a cuadros amarrada a la cintura junto a un koala que le sirve de caja fuerte. Con un cuatro y una sonrisa deleita los pasajeros por un instante. Sus canciones, de propia autoría e influenciadas por el heavy metal, llevan un mensaje revolucionario, cargadas de conciencia, criticando el daño que le hacemos al planeta pero nos da esperanzas, incursiona cantando algunas estrofas en inglés y hasta hace beatboxing.

A veces, sólo a veces, me preguntó que si su estampa estuviera un poco más tostada y sus ojos más oscuros, recibiría la misma cantidad de aplausos y de dinero. Cuando este chamo se baja del autobús, comienzan los comentarios de los pasajeros. Las historias que se le inventan a este ser, varían en imaginación, algunos creen que lo hace por hobby, otros creen que vive de ello, hay quienes piensan que lo hace como un trabajo, otros simplemente lo des-califican tildándolo de estafador, aunque siempre sale el que lleva el racista en el bolsillo y asegura que no puede ser malandro “porque es catire”.

Cada vez que lo veo, intento sacarle conversación, pero su estadía en la unidad es tan breve que apenas puedo escucharlo, hace poco alcancé a preguntarle su nombre y lo que entendí fue: Aryu.

Subsuelo

vendedor

Debajo de la tierra la cosa cambia, si el vagón no está atestado de pasajeros y hay espacio para transitar, te pueden vender hasta ¡un chivo con escarcha! Están los más aguerridos que entre empujones y pidiendo permisito logran vender los chocolates y los populares caramelitos de fresa -aprovecha y llévate 5×100-. A pesar que dentro de las unidades del metro está prohibido consumir alimentos, a algunos usuarios no les importa comerse la merienda ahí mismo, mientras llegan a su destino.

La fauna en todas las líneas del Sistema Metro de Caracas es multicolor, pluripolar y multiétnica. Especímenes como el que baila en el tubo y canta reggaeton, los chamos que se lanzan un freestyle que haría sentir orgullosos a los maestros del hiphop Tupac Shakur y Vico C. Está el intrépido pana que no tiene piernas y anda sobre una patineta de Palo Verde a Propatria orgulloso de su habilidad para evitar ser aplastado o pisoteado por la multitud.

La ancianita con acento español que nos cuenta que sus hijos no la quieren y que la pensión no le alcanza. Los que padecen algún tipo de discapacidad, enfermedad, cuento chino, tragedia griega, novela mexicana y demás desesperanzas internacionales, recurren a los ojitos del gatico de Shrek para que se apiaden de su desdicha y necesidad.

Aún desconozco qué fue de la vida de un señor que tenía una especie de tumor o protuberancia en su estómago y que al entrar al vagón se levantaba la camisa para recibir (con miradas de horror, espanto y hasta de asco) un sencillito para poder comer. No sé si la rapera Sindy ya logró acumular una suma suculenta de dinero porque «su marido es muy feo» o si los MetroBoys consiguieron grabar su disco de versiones de Servan y Floren.

Entre toderos te veas

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En estos días vi pasar a una pareja que gritaba «escoooooba escooooba» y claro, vendía exactamente eso, además de un sinnúmero de artefactos de cerdas y cepillos para la limpieza de techos y hasta teteros, todo ese poco de palos y estropajos lo cargaban en el lomo.

También me he tropezado con los que andan con un chimbanguele (tambor que se toca con una baqueta) y la imagen de San Benito que religiosamente les patrocina la curda de la noche y un pan dulce para aguantar las largas caminatas y superar el mismo ritmo por horas. El que vende huevos y sin temor al “chinazo” grita a todo gañote que están bien frescos.

En las autopistas, a horas pico, puedes conseguir desde los vídeos porno casero de las súper estrellas de televisión, pasando por plátanos y papas fritas, helados, cables para cargar el teléfono celular, mandarinas, raquetas que electrocutan moscas y zancudos, agua, mapas del país, avisos de no fumar, cerveza, pendrives, CD de chistes y selecciones musicales con los éxitos del momento, tapasoles, polvo insecticida y hasta una edición en miniatura de la Constitución.

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Mi viejo me cuenta que hace años había un señor en el terminal del Nuevo Circo, que con una expresión circunspecta en su rostro, te vendía un libro sobre espiritismo que lo escribió un tal Lobsang Rampa. De seguro cualquier domingo temprano en la mañana has logrado escuchar a lo lejos (o en la pata de la oreja) quien, con su pregón desde el altavoz de un camión, vende plátanos amarillos y hace gala de la creatividad innata que posee para vender y perifonear que cualquier publicista desearía tener.

Y sí chico, aún aprieto los ojos muy muy muy fuerte mientras pido deseos convencida de que algún día se cumplirán, cada vez que suena aquella melodía inconfundible que sale de la flauta del amolador.

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DesdeLaPlaza.com / Victoria Torres