En la educación primaria venezolana hay una materia a la que llamamos Ciencias de la Naturaleza, en donde a los 7 años nos enseñaban con: un frasco de compota vacío, un algodón húmedo y un par de granos de caraotas, a hacer «un germinador». Con un pedacito de tirro ponías tu nombre y veíamos, mientras avanzaba el año escolar, como crecía poco a poco y de forma espectacular, una matica con hojitas verdes que se erguía y subía y subía. Al mismo tiempo nos enseñaban el Himno al Árbol, al cual debemos solícito amor pero que en el camino, fuimos olvidando lo que representaba y no valorábamos, realmente, el lugar esencial que ocupa en nuestra existencia como humanidad.
Para los que crecimos en la ciudad, en donde todo está hecho y la mayoría de las cosas las compramos empaquetadas o las escogemos de un anaquel, había sido un misterio la procedencia de algunos productos del consumo diario, ¿cómo llegaba esa papa ahí? ¿Quién escogía las lechugas? ¿Quién metía en el sacó tantas naranjas? Los citadinos jamás vimos poner huevos a una gallina, no tuvimos que ordeñar a la vaca (ni mucho menos cantarle en el proceso) para obtener leche, ni terminamos de sembrar la bendita caraota del colegio, lo máximo que llegamos a conocer como «cosecha» era la divertida sesión retadora de tumbadera de mangos, de la mata que estaba olvidada en alguna calle. Siempre todo fue muy fácil.
Lo cierto es que para el campesino, ese fantasma anónimo que se sudaba día a día y participaba protagónicamente en todo el proceso de la siembra, ese al que le debemos tanto porque haya madrugado por años para ir a revisar que no se hayan podrido los tomates o al que junto a su familia recogía los frutos de esta tierra tan noble, al que desmeritamos su esfuerzo cuando algunos se refieren despectivamente al trabajo del campo, a ese que a lo mejor no sabe escribir su nombre, al que sufrió con las injusticias de los terratenientes, ese mismo que se tuvo que conformar y por años a tener que recibir poco por una laboriosa faena, ese mismo es a quien le debemos AGRADECER por los alimentos que consumimos y no a las grandes empresas ni a las cadenas de supermercados.
La tierra es de quien la trabaja
Todo trabajo es digno. Pero no a todos les gusta TRABAJAR. Lamentablemente hay quienes piensan que llenarse las manos de tierra, regar y ver crecer el fruto de lo sembrado es denigrante y humillante, otros lo ven como un simple hobby o pasatiempo y no se toman en serio esto de sembrar, hasta lo consideran un retraso o poco admirable. Particularmente no había vivido la experiencia sino hasta ya vieja, cuando en una jornada de trabajo voluntario nos llevaron a un predio por San Joaquin en el estado Carabobo, a «echar machete» (ojo, a echar, no a llevar).
Recuerdo que no estaba vestida para la ocasión, me prestaron unas botas de hule que me quedaban grandes, terminé insolada y con la espalda, brazos y piernas destrozadas de tanto jaleo. Aún así, literalmente me lo tripié y creo que fue precisamente porque fue una sola vez y sabía que iba a ser una sola vez.
Que ilusa, pude haber visto personalmente el hermoso desenlace de aquella historia que comenzó en aquel frasquito de compota. Me perdí de tanta maravilla por regresarme al cemento y al smog. Preferí, quizás por comodidad, a seguir comprando envuelto en celofán lo que pude haber recogido directamente de un árbol o haber arrancado de raíz lo que me comería en un buen sancocho. Nuestros campesinos e indígenas deben saborear mejor lo que se comen, porque tiene una pizca de su ser.
Hágalo usted mismo
Con todo el movimiento de pertenecer a la generación agrourbana me entusiasmé en mi casa con mis viejos, que a pesar de también ser de la ciudad, tienen mucho más conocimiento que yo en esto de sembrar. Conseguimos unas semillas y nos propusimos tener nuestro propio huerto. La primera vez fue fallida la misión, creo que se me fue la mano con el agua y ahogué a las pobres semillas, además de no haber sido bien asesorada con el tema de la tierra, el abono, la composta y esos temas. Luego fuimos a la segunda vuelta y ahí sí. Presencié como poco a poco salía y me emocionaba tanto poder maravillarme la forma en que crecía un poco más cada día.
Entre las nuevas instancias creadas para informar sobre estos menesteres y la alegría compartida por redes sociales sobre el desarrollo de los huertos en los balcones y azoteas de miles de venezolanos y venezolanas que se animaron a incursionar en la siembra (no sólo de conciencia), encontré que no es una moda poder cocinar con un cebollín que creció sobre mi lavadora, en que el té de moringa sabe más rico si lo viste crecer desde tu ventana y que no me avergüenza para nada tener una parranda de potecitos con maticas por toda la casa.
Aún no tengo hijos pero me imagino que debe sentirse algo parecido, uno se jacta de sus maticas, las cacareas cuando echan fruto y compartes algo más que selfies y fotos de platos de comida en el Instagram. Es como un coctelito entre orgullo, satisfacción y un toque de éxito, ver crecer algo que tú sembraste y que la naturaleza, con su magia, convirtió en una hermosa creación.
Me puse a investigar y a revisar sobre los tiempos para cosechar, lo que se necesita para mejorar la tierra, consulté con compañeros sobre sus experiencias y es tan gratificante poder sentir esa conexión que a veces perdemos con lo que nos rodea. Se entusiasmaron en mi lugar de trabajo y cada mañana antes de sentarme frente a la pantalla observo cómo van creciendo y floreciendo. Sin que nos etiqueten de warairas y comeflores, conuqueros y otros nombres con tono despectivo, debemos aprovechar esta oportunidad que la crisis que vivimos nos otorga, sin el asco que a algunos les produce cultivar nuestros propios alimentos, para por fin reencontrarnos y envolvernos con el verde, ensuciarnos con tierra, agradecer por el sol y sonreír cuando el tallo hace su debut triunfal.
Volvamos a la raíz.