Armando José Sequera: Los escritores vivimos en cuarentena crónica

Armando José Sequera es un libro en millones de bibliotecas en el mundo donde la infancia se da cita con la imaginación. Y es que esa imaginación es el súper poder de este escritor y periodista venezolano que para mí es sencillamente un héroe. No por ser autor de más de 60 libros, no por haberse ganado una veintena de premios (entre ellos el Premio Casa de las Américas), no por haber sido traducido a más de una decena de idiomas, sino por mantenerse niño y joven en sus letras y en su forma de hacer corpórea la amistad y el amor, temas sutiles y constantes de su literatura.

Armando es un coleccionista de historias, así como lo fue de barajitas de béisbol y de números uno de revistas, diarios; primeras ediciones de libros y hasta de discos musicales. Jubilado como empleado público en el año 2003, hoy es un coleccionista de crónicas. De allí que su libro favorito sea Crónicas marcianas, de Ray Bradbury

Para compartirnos sus propias crónicas trabaja siempre en la mañana, al apenas levantarse o después de desayunar. La gata de su esposa, asumiéndolos sus mascotas, sube a la cama informando que ya ha salido el sol. Son las 6 de la mañana, Armando José Sequera imita el silbido de aves por decenas, inclusive de aquellas que no emiten canto alguno. Ocasión propicia para preguntarle:

¿Cómo ha influido la cuarentena en tu proceso creativo?

Honestamente, no ha influido en nada, excepto brindarme más tiempo para escribir. La mayoría de los escritores vivimos en cuarentena crónica. El encierro obligatorio (por razones de salud personal y colectiva) me ha permitido desarrollar algunas de las creaciones que la falta de tiempo me había impedido concluir.

¿Cuál es tu teoría sobre el Covid-19?

No tengo la menor duda de que se trata de un virus producido en un laboratorio. Según virólogos serios de diversos países (entre ellos Holanda, Japón e incluso el propio Estados Unidos) la cepa que se ha esparcido por el mundo surgió de un laboratorio estadounidense, no de uno chino.

El Covid-19, según quienes han estudiado su genética, es sin duda alguna estadounidense y fue liberado en Wuhan por marines que visitaron esa ciudad a fines de octubre de 2019, para participar en los Juegos Mundiales Militares. Por supuesto, esta acción contó con cómplices dentro de Wuhan, que mantuvieron el virus en suspensión hasta soltarlo en febrero de este año, 2020. Un hecho curioso es que el paciente cero, la primera persona infectada de la que se tiene noticia, no fue chino sino estadounidense.

Esta liberación se hizo justo en un momento en que la confrontación comercial que mantienen China y Estados Unidos desde que Trump se hizo presidente, estaba en un nivel bajo.

Alguien allegado a Trump o integrante de su Estado Mayor se topó con que existía una novela del escritor DeanKoonz, titulada Los ojos de la oscuridad y publicada en 1981, en la cual se describe todo cuanto ha sucedido y está sucediendo. En esta obra, un virus se propaga desde un laboratorio de Wuhan, China, por todo el mundo.

Habiendo miles de laboratorios genéticos en el planeta, no es ni puede ser casual que la pandemia que nos afecta haya surgido exactamente en la ciudad que señaló Koonz. La probabilidad de que tal hecho se deba al azar es de una entre casi nueve billones.

Coméntame las primeras tres cosas que harás cuando finalice la cuarentena.

Despertarme, asearme y desayunar, como todos los días.

¿Qué es lo más difícil de ser escritor?

Hasta hace unos años, lo más difícil era publicar nuestras obras. Hoy día no es tan complicado. Abundan las editoriales y si una o cincuenta te dicen que no, alguna dirá que .

Lo verdaderamente difícil se ha trasladado al ámbito de la promoción. Hay numerosas redes sociales y medios de comunicación masiva. Pero también hay tal volumen de mensajes y ofertas que las buenas obras pasan a formar parte de una masa informe y homogénea. Son los lectores, igual que antes, con la comunicación de boca a oído, quienes siguen haciendo la diferencia.

En las redes, los escritores –a menos que publiquemos imágenes de chicas o chicos desnudos en nuestros espacios, nos lancemos sin paracaídas desde la estratosfera o estemos envueltos en escándalos sexuales– tenemos menos probabilidades de surgir que la multitud de jóvenes que, casi de un día al siguiente, se transforman en influencers.

Para esto, solo hay que hallar una actividad banal en la cual destacar. Ni siquiera tiene que ser original. He observado que para ser influencer basta ser o parecer estúpido y a la vez ingenioso para lograr millones de seguidores. Hay quienes se exhiben bailando; consumiendo productos recién lanzados al mercado; probando ropas o juguetes o prestándose a retos en los que ponen en riesgo sus vidas. Con eso alcanzan audiencias enormes.

Uno publica un cuento, un poema u otro texto literario y si éste recibe cien visitas uno lo cataloga de bestseller. Cien visitas para cualquiera de los influencers más conocidos es algo que logran con tan solo encender su ordenador, sin haber posteado algo o siquiera haberse asomado a la pantalla.

Uno pasa toda su vida trabajando y esas personas logran el cincuenta mil por ciento más que uno, con apenas un vídeo de 26 segundos.

En unos años, seguramente, nos exhibirán a los escritores en zoológicos como seres al borde de la extinción.

¿Qué importancia tienen actualmente los escritores en una sociedad como la venezolana?

Importancia, ninguna. En la sociedad actual tiene más peso cualquier oficio o actividad delictiva que genere dinero –como el sicariato, la autoproclamación presidencial o la especulación en la Bolsa–, que el trabajo artístico y quienes lo realizan. Hubo un tiempo en que… Pero eso ya pasó y, por ahora, no hay perspectivas de que retorne.

¿Persigues algún objetivo con tu literatura?

¡Claro que he perseguido alguno! ¡El problema es que no se ha dejado atrapar!

¿Qué importancia tienen los lectores para un escritor como tú?

El lector es de importancia capital pues él o ella es quien completa en su mente lo que uno propone. El libro es un medio de comunicación que requiere la confluencia de otra persona que no sea su autor para funcionar. Los rostros de los personajes y los escenarios los pone el lector, sin importar que uno los describa al detalle. El teatro donde se escenifica la literatura lo portan sobre los hombros todos los lectores y lectoras.

Si yo uso el sustantivo casa, la que imaginará cualquier lector tendrá que ver con aquella donde él reside o vivió en su infancia. Nada que ver con aquella a la cual yo me refiero. Esto se percibe claramente cuando un mismo texto es ilustrado, al cabo de años, por varios artistas. Aunque la narración siga siendo la misma, los dibujos poco tendrán que ver entre sí, incluso describiendo una misma escena o personaje.

¿Cuál es la relación que tienes con tus lectores?

En cuanto a mi relación con los lectores, debo decir que es bastante buena. Visito con frecuencia colegios e institutos de educación superior y converso con quienes han leído una o varias de mis obras. Durante tales encuentros respondo todas las preguntas que me hacen y escucho sus comentarios, entre los cuales de vez en cuando se cuela alguna crítica negativa, pero también elogios desmedidos. Estoy vacunado contra ambos, pero debo señalar que el más tóxico de ambos es el elogio. La mayoría de los escritores y los artistas son capaces de sobrevivir a la crítica negativa más despiadada, pero muchos –demasiados, me atrevería a decir–, sucumben ante los elogios y se estancan.

¿Cuáles son tus referentes literarios?

He tenido varios, a los que he reconocido públicamente cada vez que he tenido la ocasión. Fueron y siguen siendo mis maestros.

En primer lugar, el escritor venezolano Alfredo Armas Alfonzo quien, además de maestro, fue una especie de padre para mí. Lo conocí como coordinador del primer Taller de Narrativa del Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos”, en el que tuve la suerte de participar. Luego trabajamos en la Fundación para el Rescate del Acervo Documental Venezolano; en la Editorial Equinoccio de la Universidad Simón Bolívar y, conmigo como colaborador frecuente, en el diario El Nacional.

Otro escritor influyente fue Julio Cortázar, cuyo relato “La noche boca arriba” me mostró las infinitas posibilidades que brinda la imaginación a quien escribe. La lectura de ese texto, en una edición de bolsillo que provenía del Centro Editor de América Latina, con sede en Argentina, y que se vendía en kioskos, no solo influyó en mí sino en otros escritores que, como yo, nos iniciamos en los años 70 del siglo XX: José Gregorio Bello Porras, Ednodio Quintero y ChevigeGuayke, entre otros.

El tercero y muy importante en mi vida fue el escritor estadounidense RayBradbury, cuyas novelas y cuentos adobados de poesía me ayudaron a construir mi estilo literario.

En el periodismo tuve varias influencias, pero ninguna como la de un escritor que, como a los anteriores, considero un gigante de las letras: el austriaco Stefan Zweig. Su libro Momentos estelares de la humanidad no ha dejado de resonar en mis neuronas desde que lo leí en los primeros años de mi formación, es decir, en los mismos años 70.

Háblanos de tu rutina de trabajo como escritor. ¿Tienes algún ritual para escribir?

Ritual no tengo. Me parece que, aparte de una licencia a la superstición, es una pérdida de tiempo. El lapso que debería dedicar a tal acto siempre he preferido consagrarlo al trabajo.

Hasta hace unos seis o siete años dedicaba entre cinco y seis horas al día a escribir. Lo hacía todos los días del año, incluso cuando me hallaba de vacaciones. Entonces reducía ese período a solo dos horas. Pero no dejaba de escribir nunca. Me proponía contar con unas ocho páginas de borradores al día. Por supuesto, luego debía trabajar sobre esos manuscritos, y la corrección ocupaba gran parte de esas cinco o seis horas laborales.

Los años me han obligado a rebajar tal lapso. Me canso a las tres horas, y apenas elaboro a diario entre tres y cuatro páginas. O corrijo entre diez y quince.

¿Cuál sueño te falta por cumplir?

Antes soñaba con el Premio Nobel de Literatura, pero lo he ganado tantas veces en sueños que ya me siento satisfecho en ese sentido. Soñando, incluso, gané una vez el Nobel de Física, la profesión a la que me hubiese consagrado de no ser por mi pésima relación con las matemáticas.

AL MARGEN

CRÓNICA CONFESIONAL: Una madre de siete años

En una visita que hice al colegio Domingo Savio de La Asunción, capital del estado Nueva Esparta, viví uno de los episodios más hermosos de mi carrera como escritor.

No recuerdo si fue en 2007 o 2008. Me llevó allí la editorial Alfaguara, la cual ya había publicado varios de mis libros.

La visita consistió de varios encuentros con estudiantes de 3°, 4°, 5° y 6° grado que habían leído dos de mis obras, y la respectiva firma de ejemplares a quienes los habían adquirido.

Además, como en la cancha techada de la institución había una venta de libros de varias editoriales –Alfaguara, Norma y Monte Ávila entre ellas–, tuve una sesión adicional de autógrafos, sentado en un banco de madera.

En cierto momento, se me acercó una niña de no más de siete años y se sentó a mi lado. Luego de saludarme, me regaló un Prestigio, una golosina que lamentablemente Nestlé dejó de fabricar y vender en el país. Ahora solo se consigue en Brasil.

Era (es) un bombón alargado, con una fina capa de chocolate de leche, rellena con coco rallado. Un bocado que, por desconocer sus maravillosos ingredientes, no paladearon los dioses de la India, ni los de Grecia. Dudo incluso que la ambrosía haya tenido tan exquisito sabor. En Egipto la empresa MarsIncorporated hace un dulce parecido llamado Bounty, que también es delicioso, pero no tanto como el Prestigio, esto último debido al tipo de chocolate usado en su confección.

Como estaba firmando un libro y tenía otros dos en espera, tomé el Prestigio y lo guardé en el bolsillo de mi camisa.

–¿No te lo vas a comer? –me preguntó la niña.

–Sí –contesté–, cuando termine de autografiar estos libros.

Eso hice y los devolví a la elegante dama que me los había dado, trajeada pese al agobiante calor de la mañana neoespartana como para una recepción nocturna de embajada, con un modelo blanco con rayas negras, que le hubiera encantado vestir y hasta diseñar a Coco Chanel.

Entonces tomé la golosina y, tras ofrecerle un trozo a la niña, que no aceptó, mordí la mitad y empecé a masticar.

La niña, cuyo nombre lamento que se haya extraviado en mi memoria, preguntó:

–¿Te gusta?

–Sí –respondí, aunque mis palabras escaparon a duras penas de la sabrosísima masa de chocolate y coco que giraba festiva entre mis dientes–, es mi dulce favorito.

Ojo, esto no lo dije por compromiso. Era una absoluta verdad. Soy fan del chocolate desde que tengo memoria y de su combinación con coco, tan pronto supe de su existencia.

La niña me observó durante algunos segundos y, de improviso, se marchó corriendo. Se dirigió a la edificación donde funciona el colegio.

Terminé de engullir aquel paraíso comestible y me dispuse a firmar otro libro para una adolescente que, parada ante mí, me lo acababa de entregar.

Tan pronto lo hice vi aparecer de nuevo a la niña, que corría de vuelta hacia donde me encontraba. La adolescente a la que acababa de autografiar el libro me hizo una pregunta y le respondí.

Mi breve respuesta concluyó justo cuando la niña se sentó otra vez a mi lado:

–Toma –me dijo–. Pensé que te daría sed.

Me entregó una botella de agua mineral y una sonrisa que se me quedó impresa en el alma, supongo que por el resto de mis reencarnaciones.

La abracé y le di un beso en su mejilla derecha, conmovido y rendido ante tan descomunales gestos de cariño.

Sonó el timbre que anunciaba el fin del recreo y la niña se marchó, dando pequeños saltos como la Caperucita Roja de unos dibujos animados que vi hace décadas.

Lo que más me conmovió fue que esa niña –que por la edad podía ser mi nieta–, por unos minutos me trató como si yo fuera su hijo.

Armando José Sequera