El final del amor, la neuroquímica y yo

 

Era en ese intersticio donde mi voz se amplificada sutilmente, encajaba en la sonoridad sinuosa de su cuello enrojecido por el roce de la barba y por el tinte de los besos que regresan sin saber que no volverán a la estancia más cálida y acústica de la ternura, modelando las palabras sobre la almohada gravitaban viajeras in situ al oído las esporas de oxitocina y los restos de este naufragio.

Nunca antes había querido estar tan lejos de aquel silencio trasatlántico que se pronunciaba sobre su espalda desnuda al borde de la ventana, mientras fumaba y pensaba en la ansiedad que le producía la obsolescencia programada del amor.

Confieso que como un mascarón de proa – vieja imagen poética que viene al rescate – yo seguía adelante con el viento en la cara navegando entre sus afectos, su capacidad de amar, la comprensión de la espera en que algo debía o estaba por suceder, las formas similares que incorporamos a nuestros gestos y al lenguaje cotidiano, sentimientos labrados a pulso en la piel a cuatro manos con destreza y maestría inesperada.

Haciendo click, hoy el sexo venía a la carta – con amor o sin él – en un intercambio de fotografías y de fluidos que se transan como un intercambio de mercancía. Apretando el gatillo o por una sobre dosis de amor propio asistimos a la fiesta de Eros y Tánatos – la filosofía y la estética se atribuyeron el atentado contra la razón y el arte – sin embargo, pienso en la magia de aquel encuentro fortuito, de las miradas que se proyectaron sobre el otro, en la torpeza del acercamiento y en la seguridad del enigma cuando  la vi por primera vez sin mediadores ni pantallas .

Esa noche cuando regresó a la cama pensé que ya no me oía de la misma manera y quizás no estaba tan equivocado. Después de un “te amo” seguido de tres orgasmos encadenados, el método científico de la neuroquímica – en principio, ya debilitado como la religión – le daría un argumento sostenido e inapelable para ella, nada superaría la crisis del fin del amor que sustenta la idea que a los dos años o casi tres de una relación empezaba irreversiblemente la agonía de la pasión.