Soplando el bistec

“En un film antiguo (Deuxiéme Burean centre Kommandantur), la mucama del cura patriota ofrece de comer al espía alemán disfrazado de francés clandestino: «¡Ah, es usted, Laurent! Voy a darle mi bistec.» Y luego, cuando el espía es desenmascarado exclama: «¡Y yo, que le he dado mi bistec! Supremo abuso de confianza”

                                                                                                                                                         Roland Barthes.


En la plasticidad del lenguaje popular que se actualiza en la prisión, entra dos veces por semana con la visita y al salir se diluye en el lenguaje de la calle, el significado de «Bistec» que se ha deconstruido o resemantizado aparece más en la jerga que en la mesa de los venezolanos, pero mejor no hablemos de lo que le cuesta comerse un bistec a un francés, ni del daño irreversible que le ocasiona al planeta la ingesta de proteína cárnica para no agravar más el panorama.

Mitologicamente al bistec se le atribuyen los límites de una soberanía moderna «nacionalizada» que representa, (así como las papas fritas) una naturaleza y una moral.

Esteta de la plusvalía, las mitologías en Barthes surgen de los fenómenos de masas y se pueden representar durante 30 segundos en un spot publicitario, en el interior de un empaque de detergente o en el flequillo de cabello de algún actor de época.

El asunto que parece confinado a un lenguaje académico, cosmopolita y universal,  encuentra su correlato salvaje y ensalsado en la jerga callejera. Entre esa naturaleza y esa moral a la que se refiere Barthes,  el bistec se cocina al menos en Latinoamérica bajo el cuidado de una estética caníbal capaz de predar y depredar sus propios códigos a cambio de nuevos significados; en este caso bajo una sola premisa: Si hay algo que parece inalienable como lo es la soberanía, lo es también el bistec.

Sea tipo suela de zapato o como venga, el bistec representa algo que atesoramos, la consanguinidad del animal degollado que como el hombre ha perdido la cabeza tratando de ver directamente al sol.

– Gracias a esta imagen que me transporta en un viaje in situ a la idea del holocausto en un «Sol Podrido» en George Bataille y a viejas asambleas donde se compartían y exponían algunas patologías,  comprendí que tratar de verle la cara a las ideas, es decir verlas de frente, a veces se parece más a la locura que a la propia certeza.

La lectura se vio interrumpida con un gancho bajo el brazo sobre el libro, ya que con tanta gente se hace casi imposible leer, al montarme en el vagón revisé atropelladamente un ideal, para mi los ideales son el arma con que se defienden las ideas cuando están de tú lado y son inmanentes a aquello que en parte nos define como generación.

El colectivo que ha sido satanizado y criminalizado por todos los medios es una organización social donde se aloja la idea del colectivismo de base y que a través de Chávez transformamos de la praxis social a ser un instrumento legal para dirigir los esfuerzos sobre el bien común. Siendo una de las expresiones más  légitimas del poder popular y de los movimientos sociales, no puede reproducir el poder despótico de un partido político y mucho menos la lógica de control y distribución del enemigo, donde el beneficio es lo único que cuenta.

No quiero generalizar ya que sería una absoluta irresponsbilidad, pero esta idea la vi desmoronarse a pocos metros de la salida de la estación Pérez Bonalde en la parroquia Sucre, en pleno corazón de Catia por quienes salieron al paso para preguntarme y ofrecerme lo que según ellos estaba buscando.

Hace no más de media hora había salido de mi casa pensando en que este era el libro indicado para acompañarme a cruzar la ciudad sobre los rieles del subterráneo sin detenerme a indagar más de lo que parecía obvio. Por lo general evito hacer cualquier tipo de enjuiciamientos lo que no quiere decir que no tenga mis propios juicios cuando se hace necesario ir más allá de una simple opinión, de cualquier forma debo tratar de recordarme y esta es la manera,  hay que mantenerse equidistante frente a cualquier especulación del tipo policial ya que de eso (y menos mal) no se trata el perfil de esta columna.

Sin embargo, lo que se precipitó al encuentro fue justamente lo contrario, la narrativa que se pelea la calle con el hecho periodístico se percató que no se trataba de un error de categorías, de llamar a una cosa por otro nombre. Lo que pude ver es que allí, sobre la misma acera se defendía el alto costo de la vida, la libertad especulativa de una economía de guerra sometida por una lógica de sobrevivencia y lo más lamentable fue ver la lumpenización ideólogica de un «colectivo» que vendía las cajas de pasta por kilos, spaghettis y raviolis, sacos de paquetes de granos, bolsas de jabón, pilas de papel higiénico, entre otros productos de primera necesidad a precios impagables.

Bajo la providencia y la «autoridad» de llamarse «colectivos» debo decirlo, algunos le vienen soplando el bistec al bachaqueo.

Ilustración: Cesaria.

César Vázquez

Escritor, realizador y artista visual. Cursó estudios de filosofía en la Universidad Central de Venezuela y Artes Visuales en la Escuela de Artes Cristóbal Rojas. Ha participado en salones de arte nacionales e internacionales, festivales de cine, publicaciones editoriales y digitales. En el 2015 gana el segundo lugar del premio nacional de Crónica Urbana. Sus principales ejes narrativos se vinculan a la cultura, la política y la estética.