Crónica animal. Notas sobre el Congreso de Periodismo Cultural

Aquello de que las fotos en el perfil de las redes sociales son como la publicidad del BigMac fue algo del pasado, ya no se trata de una oferta engañosa o de mi baja autoestima que por estos días se ha disparado con los indicadores económicos y los problemas personales, a pocos metros de la entrada del teatro Bolívar una de las chicas del protocolo que tengo entre mis amigos del Facebook me reconoció y frunció la boca, creo que hay gente que ya no soporta ese tipo de encuentros casuales cara a cara  – allí me incluyo, no sé cómo actuar – pero en las notificaciones de las redes sociales donde aparecemos cada vez que publicamos algo, nos acercamos con un me gusta, me encanta, me enfada, me sorprende o me entristece, hemos sustituido la presencia del espíritu por el ghost de la apariencia fantasmática y virtual, hemos sustituido el faz a faz por la interfaz.

Pero esta crónica no se trata de la sociedad esquizoide en la que estamos metidos, se trata de hacer una crónica de la crónica donde la brevedad de la lectura no implica la brevedad de la escritura – una semana después este texto debió salir publicado –.

El congreso de periodismo cultural empezaría a la misma hora que el congreso de odontología estética que asistió mi hermana días atrás, y aunque diseñar sonrisas sea muchísimo más lucrativo, producir sonrisas como cualquier otra emoción en la libertad de la escritura va más allá de este complicado enredo de metafísicas y materialismos contemporáneos.

Llegué una hora y media después, se trataba del primer congreso que asisto como cronista. Extrapoladamente opuestos los odontólogos en general son una especie de anestesiólogos de realidades cóncavas y convexas que te dejan la boca abierta por un buen rato, seguidores de Winnie Poh, 101 Dálmatas, Hello Kitty y Bob Esponja hasta que se gradúan. Los de este tipo sueñan “con una noche tan linda como esta” y llegar a la quinta miss Venezuela como cualquier candidata, para romper maxilares, hacer pedicura a las encías en función de una sonrisa plena,  con el paso de los años a mi hermana le ha mermado toda esa cursilería.

De este lado del vidrio, en el auditorio del Bolívar  – quizás este sea un elemento de la ingeniería acústica que divide el escenario de las butacas – hay un público que parecen jubilados con vocación tardía, ansiosos por tomar el micrófono; otro mucho más joven, ansiosos por tomar algunos datos destacados en sus libretas y por último están quienes por su manera de apoltronarse parecen forjados en el oficio o en el silencio prudente de las palabras o de las espaldas pacientes ávidas de imágenes o metáforas, valoraciones éticas o estéticas que deberían justificar el madrugonazo de estar allí desde las ocho de la mañana.

A la entrada tenías que confirmar la inscripción que con antelación había hecho hace dos semanas cuando me entere que le darían un capítulo especial a la crónica, me inscribí dos horas después de abierta la convocatoria, esa prerrogativa me hacía pensar que estaba entre los primeros de la lista, mi inscripción no apareció y la razón es que el sistema posiblemente me hubiera tomado como un correo no deseado por contener un remitente desconocido, de igual manera la participación estaba garantizada, cualquiera podía inscribirse de forma gratuita.

Esa mañana el teatro abría para quien quisiera tratar de comprender de qué va, cómo se traga – en mi caso se regurgita – este género que tiene pico y patas de pájaro, pero es mamífero, amamanta sin tetas ni pezones y además pone huevos en el barro donde se procrea el periodismo y la literatura. La crónica es un rarísimo capricho de la naturaleza narrativa hecha con retazos de otros animales, el ornitorrinco de la prosa como la llama el cronista Juan Villoro.

Las luces pasteles del pasillo que dan a la puerta por donde pasamos quienes vamos irrevocables a ver cómo se disecciona este animalejo, matizaban la duda, ya que no suelo asistir a este tipo de encuentros al menos que me inviten. La ausencia del J. Roberto Duque como uno de los ponentes amansaba la bestialidad del genero local, – de todas maneras rosas – público y ponentes estábamos dispuestos a desollar y meterle el diente hasta donde fuera posible para romper con el ayuno de quienes nos dedicamos a tatuarle las cejas a la realidad y no tenemos muy claro cómo lo hacemos, más allá que dejar el pellejo sin prestarle mucha atención a las urgencias informativas y por necedad propia construirnos un alter ego con las voces que polucionan el sentido y el estilo de decir las cosas.

Pelo a pelo se fue llenando el auditorio hasta que salió detrás del escenario, una hora después con pasos largos como un Charles Bronson enrazado con Bod Dylan, un tanto molesto por la intensidad de la luz que lo sobreexponía de manera policial, chaqueta corta y cuchillo en mano, dispuesto a capar al bicho, el periodista y escritor Earle Herrera, su corte fue largo y preciso, desde el cuello hasta el aparato reproductivo, al abrir su chaqueta de traquetero cayeron como hileras de narraciones vividas, decenas de anécdotas, cuentos, formas,  formatos, reglas, carnets, chapas oficiales y licencias para matar y revivir la historia a su manera, camuflajeando la literatura entre las salas de redacción de los medios impresos por donde pasó, con un tizne callejero vieja escuela.

Para saber cuántos bares como libros hay que beberse para organizar las bienales de literatura en un país como este, tendríamos que preguntárselo al escritor Pedro Ruiz quien vino después de Earle un poco hinchado de bienales por su manera engolada de hablar que le resta cierta sencillez de cronista. Algunos escritores a diferencia de los odontólogos despiertan a la realidad que no encaja con dolor, es verdad, pero la autoridad de la militancia y la literatura no se puede sentir amenazada si se baja el tono. Comentó ser bibliotecario estando preso por comunista, misión que le encomendó Jorge Rodríguez padre con quien compartió cana, un bibliotecario siempre va a decir que para escribir algo hay que leer mucho, este argumento me inflama la vena robinsoneana cada vez que lo oigo, “Inventamos o Erramos” no es solo una herramienta discursiva para justificar la improvisación, es quizás el único principio estético que se desprende de la corriente bolivariana, y que desarma y rebate desde lo pedagógico un argumento como este.

Para finalizar Lil Rodríguez cerraba la rueda, nunca antes tan de cerca ante mis ojos. Habló con un sentido de la brevedad impecable, sus historias fueron realmente maravillosas, en dos líneas erigió la mejor crónica que oí de todas las ponencias, haber hecho radio la acercó a una dimensión humana que sustituye cualquier libro, me recordó al gran escritor chileno Pedro Lemebel que escribía para sus radioyentes. La crítica cultural la ha llevado a ser despedida de muchos espacios de trabajo, ha sido vetada recientemente por criticar la sesión de la asamblea constituyente capítulo cultura, cuando habló del show en vivo y directo que se montó ese día, acotando que el país entero en materia de cultura no se puede oír en solo cuatro horas de transmisión, la crónica no es solo cuestión de estilo, se refirió a la honestidad y se lo creí, de eso también se trata dejar el pellejo.

César Vázquez

Escritor, realizador y artista visual. Cursó estudios de filosofía en la Universidad Central de Venezuela y Artes Visuales en la Escuela de Artes Cristóbal Rojas. Ha participado en salones de arte nacionales e internacionales, festivales de cine, publicaciones editoriales y digitales. En el 2015 gana el segundo lugar del premio nacional de Crónica Urbana. Sus principales ejes narrativos se vinculan a la cultura, la política y la estética.