Instrucciones para mirar tres pinturas famosas

Oscar Sotillo

Ejercicio lúdico para imaginar otra vez el arte venezolano

La casa del pintor. Bárbaro Rivas, 1956

LA CASA DEL PINTOR

Los tres perros se llaman, Firpo, Nerón y Zeus respectivamente y acompañan al pintor en su trajín diario. El pintor posa delante de la casa, lo que no quiere decir que la casa sea del pintor. Los impulsos de reorganizar el mundo lo condenan a vagar por las calles de Petare huyendo de los mercachifles que saben que su pintura vale mucho y va a valer aún más. Son los mismos de siempre, son los que se enriquecen del trabajo de los otros. Esos los conocemos de sobra Bárbaro. A todos nos han atacado con sus colmillos envenenados mientras le hacen la corte a los príncipes impostores de siempre.

María Elisa le echa agua por la ventana a los serenateros que la cortejan. No aguanta más, el padre le dice que los espante y que ni se le ocurra perder la vida en brazos de ese vago. Firpo y Nerón se pelean al pie de la ventana e interrumpen al enamorado. El pintor sigue de largo más allá de la casa anaranjada que antes estuvo pintada de blanco. Mira a María Elisa que se asoma a la ventana a ver si el serenatero volvió. Bárbaro comprende que está enamorada en secreto.

Desnudo acostado. Armando Reverón, 1947

DESNUDO ACOSTADO

No es juanita la mujer acostada. No es Alicia ni Raquel. Nadie sabe quién es esta gorda hermosa de carnes encendidas. Armando anda loco desde el otro carnaval, le gusta enamorarse en carnaval. Las máscaras, las imposturas del espíritu y los ojos lo adentran en el misterio de la identidad y comienza a ver a las mujeres como si fueran muñecas y a las muñecas como si fueran mujeres. El sexo se le confunde en las alucinaciones, en las tetas robustas de la mujer que posa en su cama. Las caderas, las nalgas, la boca, las manos habitan un universo triturado de realidad y transformado con carbones y mierda de gallina, yeso, aceites y pintura blanca. Vino a hacer el amor. El pelo negro y sábanas blancas invitan al sexo directo, descarnado, salvaje en el calor de Macuto. Los ojos de gata de monte son para amar hasta la saciedad. Armando lo sabe y la mujer también. Juanita está en Caracas comprando telas y visitando a la hermana.

 La miseria. Cristóbal Rojas, 1886

LA MISERIA

En la fábrica ya no están contratando gente. El dueño dice que ya tiene a todos los que necesita. El color gris baña el cielo y las paredes, la ropa, las manos. Todo se impregna de hollín y olor a mortecina. La tuberculosis no espera ni sabe de otra cosa sino de la muerte. El frío arrastra al ánimo a las profundidades del desespero. El amor se encierra entre cuatro paredes sucias y Pedro juró amar hasta la muerte. No hay adorno, ni manteles, ni lámparas de vidrio, ni frascos de porcelana. La plata nunca dio para nada más. En las tardes se oye a lo lejos la sirena de la fábrica y Pedro se asoma a la ventana como buscando la presencia física del sonido para maldecirlo y echarle la culpa. Helena tose y se descubren sus pechos, está pálida y débil. Pedro está desesperado. Es la muerte esta vez la que llega silenciosa, gris, ácida, terriblemente dolorosa.

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