Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa

Esperando mi tiempo
endulzo un tango
apurada en los quehaceres
de la cocina y la alquimia
Porque un plato exquisito
es salvarse,
a poco
Ama De Casa
Yurimia Boscán

No metí las pantaletas a lavar, no deshojé el orégano y lo dejé tirado, la ropa tiene días en el piso, la toalla huele a pacuso, no he ido a buscar el disco duro, dejé la llave abierta cuando no había agua, no he escrito el artículo, ¿cerré la puerta con llave?, se me olvidó mandarles el cuaderno de enlace a lxs chamxs, ¡coño, el email!

O, también:

Me vino una regla horrorosa, me estresé, es mi culpa; estoy fea y desaliñada, es mi culpa; a veces me arrecho desmedidamente, estoy cansada y ladillada, es mi culpa; estoy flaca como yo sola, es mi culpa; hoy no quiero hacer nada, es mi culpa; no, chicas, no quiero salir, es mi culpa; no me para bolas, es mi culpa; la chama se cayó mientras corría en el salón a pesar de que le había dicho tres veces que se detuviera, es mi culpa; no hablé porque no quise ni podía en ese momento, es mi culpa; ¿no hice esfuerzos para dejar a un lado mis inseguridades? Es mi culpa; tengo arrebatos duros de ansiedad, es mi culpa; me pelé una pastilla, es mi culpa; estoy aprendiendo y me contradigo, es mi culpa; no acabé, es mi culpa; estoy celosa a pesar de que entiendo que es una construcción cultural, y como lo sé, me frustra, es mi culpa; la ansiedad y el tiempo me van a venir a comer. Es mi culpa.

El otro día leía un textico que se llama “La mala madre”; me lo tripié bastante. No importa lo que las madres hagan durante la crianza, todo está mal y es culpa suya. Y en tanto, si lo extendemos al género, no importa lo que hagamos las mujeres todo va a estar mal y es nuestra culpa.

Hay un juego entre la complacencia y la displicencia en el que nos metemos todos los días; hace unos textos atrás yo mencionaba que no importaba lo que deconstruyéramos o no, siempre le vamos a hacer el coro al patriarcado porque es un constructo tan perverso e intrínseco en nosotras que no hay forma de exorcizarlo enteramente de nuestras cuerpas. Así hayamos decidido no establecer relaciones formales y “concretas”, sino más bien experimentar desde el gozo, desde el placer; así hayamos decidido criar solas; así hayamos decidido no parir; así hayamos decidido establecer relaciones abiertas o poliamorosas, nuestras libertades siguen en juego, siguen sin terminar de darse porque nuestras decisiones de vida están signadas, antecedidas y marcadas por lo que el ideal patriarco-machista-colonial nos impone, lo que deviene en una serie de ficciones que si no problematizamos y apuntamos a desentrañar, signan todas nuestras movilizaciones y, cuando no lo logramos, viene la culpa irremediable.

Fíjense que la culpa está detrás de todo lo que abarca nuestras cotidianidades y, por tanto, nuestras supuestas responsabilidades: desde el “mantenimiento del hogar” hasta la construcción de una relación de pareja, desde quienes somos a quienes queremos ser y no lo “logramos”, desde el “fracaso” hasta el “éxito”.

No, no somos libres. Nos hemos ido empoderando en la medida en la que trasgredimos los espacios masculinos y masculinizantes, y en ese sentido hemos ganado terreno concreto. Yo puedo decir que en este momento de mi vida soy más libre de lo que mi mamá fue y es, y mucho más de lo que mi abuela fue. Sí, ahorita puedo decir abiertamente que voy a salir en falda corta, que soy proaborto, que soy feminista, que amo mi cuerpo y mi ser y que (juntxs) hemos hecho esfuerzos enormísimos que se extienden y se continúan para formar relaciones genuinas, amorosas y sumamente respetuosas, y que al que no le guste o le funcione me chupe el lado izquierdo sin afeitar. Pero, ¿cómo evito que todo se convierta en pura retórica?

Sí, me gusta, lo disfruto enormemente y he llegado a naturalizar cosas que apenas hace 5 años me hubiesen parecido enloquecidas, desde el discurso y desde la práctica. Pero aun así, todavía, cómo me invade la culpa.

Culpa, culpa católica. ¿Qué arrecho, no? El catolicismo y sus perversiones han construido nuestros sentires y pensares, asumiéndolos suyos y arrebatándonos la posibilidad de re-pensar sus sentidos comunes, y cuando lo hacemos nos enfrentamos a momentos tan duros y complejos que cuesta verlos enteramente y sólo lo logramos cuando eso a los que nos enfrentábamos ha sido derrotado; es decir, cuando podemos verlo desde fuera y nos damos cuenta de que algo ha cambiado, de que ya no somos las mismas.

¿Somos seres cambiantes, entonces? ¿Tenemos la capacidad de irnos transformando a medida que seguimos frenteando y batallando en esta eterna guerra? Sí, lo somos. Pero, ¿cómo evitamos pervertirnos en esos procesos de cambio? ¿Cómo seguimos siendo fieles a quienes realmente somos? ¿Cómo, en la medida en la que cambiamos nuestros sentidos comunes, no nos cedemos a nosotras mismas? No lo sé todavía. Si bien seguimos sin ser enteramente libres y las decisiones duras que tomamos frente a nuestras vidas conllevan la maldita culpa católica, que debemos aprender a desdeñar, existe también la posibilidad de perdernos en ese jueguito entre la complacencia y la displicencia.

¿Cómo logramos no pervertir nuestras prácticas emancipadoras, no perdernos a nosotras en el camino? ¿Cómo logramos que lo más feo que llevamos dentro salga, se sobreponga, y también tome decisiones por nosotras? ¿Cómo impedimos que los procesos ansiosos nos nublen la vista y el corazón, seamos absurdamente egoístas y vayamos ego a’lante, cagándola por doquier? Cagarla es inevitable, y necesario.

La mala madre, la mala hija, la mala novia, la mala compañera, la mala mujer. La mala, siempre, vista desde fuera, desde lo masculino (que también ejercemos nosotras fuertemente). ¿Es todo una competencia, entonces? ¿Una carrera pa’ ver quién es la mejor, quién llega primero, quién es la más bella, quién es la que más coge, la que acaba cinco veces, la que mejor cría, la que lo tiene todo todito bajo control? Sí. Y cuando no ganamos, viene la culpa. Irremediablemente, viene la culpa.

Mis culpas han ido cambiando con los años: hace unos cuantos pensaba que como no había entrado a la universidad a los 17 era mi culpa porque era bruta; ahora me río mucho de eso y agradezco no haber entrado un coño a esa edad. Hace poco pensaba que si no disfrutaba el sexo o me sentía adolorida era mi culpa porque era frígida y capaz no sabía coger o no estaba “hecha” para ello; ahorita me da risa también. Y en estos momentos la culpa se ha disminuido en gran medida, al punto que aprendí a ver las diferencias entre responsabilidad y culpa, y bueno, me voy bandeando. De modo que la autoflagelación y el ratón moral han ido desapareciendo paulatinamente.

Las cosas que hice o dejé de hacer no me generan la culpa o el pesar que surgían antes, sino que entiendo por qué esas cosas estuvieron o dejaron de estar y me refugio en la certeza de que siempre habrá espacios para hacer y rehacer.

Hay una ansiedad durísima a la que creo nos enfrentamos todas que parte de la imposibilidad de controlar el tiempo, de controlar nuestras vidas y de controlarnos a nosotras mismas. Pero creo que la cuestión está en entender que esa ansiedad sólo lleva a que vayamos por la vida con un velo delante, sin estar presentes en los momentos y quitándonos la capacidad hermosa de disfrutar lo que está en el instante. El tiempo va a ser el tiempo, y va a seguir pasando, y con culpa o no, los espacios van a estar hasta que se agoten, y luego, de nuevo, vendrán otros espacios.

Quizá debamos dejar de tenerle miedo a la culpa y comérnosla nosotras a ella, una especie de antropofagia donde retomamos nuestra fuerza y entendemos nuestras movilizaciones y haceres y deshaceres desde todos los lugares de construcción que llevamos porque todas las decisiones abren y cierran espacios, son espirales con alcances distintos que se desenvuelven inmediatamente o esperan años para disolverse. El tiempo, y nuestras decisiones, son circulares. Son las ruinas circulares de Borges, los núcleos proliferantes de Lezama Liza. Todo se va, todo vuelve, y sí, todo pasa.

Con o sin culpa, todo pasa. Entonces quizá sea más sano apostar por las prácticas que nos pudieran abrir brecha para continuar el camino de nuestra emancipación, desde el ser plenamente mujeres y ser plenamente nosotras. Desde el vivir viviendo, desde el serse y no desde el representarse, desde lo concreto y no desde lo imaginario.
Desde la resistencia que nos corre por las venas y la fuerza implacable que tenemos.

Sahili Franco

Nació en Caracas, el 15 de marzo de 1990. Inició su carrera editorial en el Taller de Creación Editorial Agujero Negro, formando parte del equipo de editorxs, correctorxs y productorxs de contenido de esta revista, órgano divulgativo de la Escuela de Artes-UCV. Durante ese período, inició paralelamente y de forma autodidacta estudios sobre la imagen, la gráfica, la fotografía, el cine y el audiovisual. Su producción de contenidos apunta a la comunicación pertinente de historias de vida que hablan respecto a la soberanía de los cuerpos, la alimentaria, la des-mercantilización de la vida y a las contradicciones discursivas y estructurales que enfrentamos como pueblo oprimido, colonizado y en eterna resistencia al mismo tiempo que incluye la necesidad discursiva y coyuntural que nos tocará atacar al momento. Sus canales de participación son el impreso y el web, y sus formatos, video y texto en géneros como la crónica, pequeños cuentos y micros.

Actualmente produce contenidos desde sus pequeñas trincheras de lucha, y trabaja como productora audiovisual freelance.