Somos vellas (I)

Naturalizar el dolor que implican algunas prácticas “embellecedoras” es una mierda casi perversa y masoquista; si fuese algo kinky todavía, pero cupiese de igual manera dentro de las perversiones sexuales. Depilarnos, o sacarnos las cejas, o desrizarnos el cabello, o afeitarnos, o usar cremas con químicos aclaradores, o echarnos pastedientes en las pepas, o usar toallitas sanitarias perfumadas llenas de plástico y que jode químicos, o qué se yo, removernos la lipita quirúrgicamente y luego atravesar una recuperación satánica son algunas de las prácticas obligatorias que llevamos a cabo para “vernos mejor”. Sí, obligatorias.

Ese “vernos mejor” es igual al maldito “salud es belleza”.  No vengas tú Johnson & Johnson/L’Ebel/Veet/Always/papá Procter & Gamble o como te quieras llamar. No es salud, y no es belleza. Las prácticas que poco a poco nos van haciendo daño físico y psíquico no pueden ser saludables, y el problema es que son cosas tan naturalizadas en la cotidianidad nuestra que no nos damos cuenta, y estamos convencidas de que “nos estamos cuidando”.

¿Cómo infringirse dolor para “ser más bonitas” o “vernos mejor” es igual a estar saludables? He ahí la maestría discursiva del canon occidental de belleza, aparato reproductor, canalizador, catalizador y generador del patriarco-machismo. ¿Sí se ve? “Mujer, sométete a un montón de mierditas químicas para que te veas rozagante, y así, te veas saludable, pero deja de ser tú y envenénate la cuerpa a lo largo de los años” versus “cuidémonos, respetémonos, querámonos la cuerpa tal y como es, con lo que merece, con lo que necesita, con lo que le es suficiente”.

Dentro del canon hegemónico de belleza y las prácticas naturalizadas que llevamos a cabo las mujeres para estar más guapas, a según, yo tengo ventaja porque resulta que no me sale vello ladilla en las zonas críticas (epa, la del bikini no es la única). Entonces como me salen cuatro pelos en los sobacos soy más bella y tengo ventaja sobre las otras mujeres (acá el peíto mamagüebo de la competencia entre nosotras) y es una vaina envidiable. Y a mí me pasa algo parecido con las mujeres que tienen la piel perfecta, lisa, tersa, imperturbable. A mí, por negra, me pica un zancudo y me sale una mierda morada horrorosa que sólo se quita a punta de sábila.

Ajá, sí. Es una mancha, pero, ¿cuál es el puto peo? ¿De verdad es una cosa que me afea? ¿Cuál es, en primera instancia, el punto de partida para embellecer o afear? ¿Por qué pensamos que tener vello o que se nos manche la piel o que nos salgan pepas es un paso más cercano a la fealdad? ¿Cuál es esa fealdad? ¿Y cuál es esa belleza que tanto queremos conquistar? ¿No nos somos suficientes?

La diferencia entre pensar que me “voy a tener que echar sábila” a “ay, ¡me voy a echar sábila!” es sutilísima, y peligrosa. La primera establece una obligatoriedad, una práctica desagradable, un “¿por qué me tocó así?”; es parte del rol histórico del género femenino. Pero, la segunda implica que vamos a realizar una práctica placentera, que nos hace bien, y que simplemente queremos llevarla a cabo porque nos provoca, porque queremos, porque así lo decidimos. El poder de decisión marca importantemente estas sutiles diferencias.

¿Sí me explico? ¿Sí está la diferencia? Hay un poder de decisión en nuestro verdadero empoderamiento, es allí donde está la resistencia. Saber diferenciar lo anterior nos hace capaces de ser dueñas de nosotras, de ejercer real decisión sobre nuestros cuerpos y no hacerle el coro al comercial del gel íntimo (íntimooooooooo, mardición) que nos dice a todas que somos unas cochinas.

¿Cochinas? Nos hacen oral, les gusta, nos gusta, y nadie reacciona como si se hubiese tragado el agüita de la basura.

Hoy, por ejemplo, dormí pocas horas y aun así cuando me levanté me dije a mi misma “coño, negrita. Te ves bien”. Eso antes del primer café, de comer, de bañarme. Voy, me visto para salir y cuando estoy a punto de iniciar el proceso de embellecimiento (maquillarme) empiezo a verme descompuesta, desordenada, a sentirme mal por las dos pepas que me salieron en la barbilla, a sentirme fea. Epa, pero ya va. ¿No soy la misma mujer que se levantó esta mañana con los rulos alborotados, ni una sola gota de maquillaje y unas ojeras de sostén? ¿Qué pasó en el camino?

Sí, nuestras inseguridades signan tan arrechamente lo que pensamos y hacemos que incluso tienen el poder de tocarnos psíquicamente y tergiversar cómo nos vemos a nosotras mismas, e incluso qué pensamos de nosotras. Pero debemos entender de dónde vienen esas inseguridades, y que si bien esa construcción, ese imaginario colectivo que es hijo de la homogeneización cultural que el patriarcado insiste en ponernos encima a las mujeres para controlarnos (no, no me voy a cansar de decirlo) y del cual no somos responsables, sí somos responsables de modificar los patrones conductuales porque sí somos móviles y partícipes activos de esos sentidos comunes.

Así como los hombres son sujetos móviles e instrumentos para ejercer práctica y discursivamente el machismo, nosotras también somos garantes de ello. La diferencia está en las prácticas, en los roles de género. Pero el enemigo es el mismo.

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No nos caigamos a coba, acá nadie se afeita porque es placentero. Acá nos afeitamos porque nos obligan a hacerlo. Y la crítica va directa para las que nos creemos bien empoderadas y feministas, dueñas de nuestros “territorios” cuerpos y bla bla bla, pero aun así hacemos vainas que nos joden la cuerpita. ¿Por qué nos sometemos conscientemente  a prácticas que duelen para “vernos mejor” y al mismo tiempo andamos hablando de feminismo y empoderamiento? Y a sabiendas, porque se supone que hay un discurso político que hemos entrenado que nos hace capaces de discernir y develar las prácticas opresoras. Nah.

Nos he escuchado. Nos he escuchado burlándonos de las compas jipis porque están pelúas y son “malbañadas” pa luego, inmediatamente, contar sufridamente que un compa es un maldito machista opresor y violento. ¿De pana? Nos informo que nosotras también nos oprimimos y también somos violentas: con nuestros cuerpos, con nosotras mismas, con las otras compañeras y con los panas también. Puro rabo e paja.

Yo no digo que no nos maquillemos o no nos pintemos las uñas o no nos echemos perfumito o una cremita que huela sabroso. Lo que digo es que empecemos a separarnos de las prácticas que nos hacen daño y que no necesariamente queremos hacer. Carajo, si te duele tanto depilarte y te irritas y te da alergia, mami, ya no lo hagas más. Fue.

Entonces, vamos de nuevo con las sutiles diferencias: una cosa es pintarse las uñas porque lo disfrutamos, porque nos divierte, porque de alguna manera nos hace sentir mejor (igual que un baño caliente, un tecito antes de dormir, una trenza en el cabello que acabamos de aprender de Youtube, una mascarilla de arcilla) y otra cosa es hacer todas esas vergas porque estamos convencidas de que tenemos que “arreglarnos”, como si hubiésemos venido mal de fábrica.

Hay un constructo de mierda que nos obliga a hacerlo para que seamos más exitosas, más capaces, más bellas, más deseables. Pero la verdad es que si nos depilamos o no, vamos a seguir siendo nosotras y nada va a cambiar en la recepción de nuestros cuerpos, pero sí van a empezar a cambiar las cosas en la empresa Veet. ¡Abajo los medios opresores! Jiji.

Una mujer que ande por la vida “desarreglada”, “desaliñada”, es una mujer fea. Pobrecita, alguien sálvela. Sí, Diana D’Agostino: somos feas. Tú eres el semblante mismo del canon de belleza occidental, y pareces un maniquí de esos que ponen en las puertas de los comercios en La Hoyada, ahí al ladito de donde trabaja el marido tuyo y donde tanto, tanto te gusta sacarte fotos. Tú, la señora plateada, la inmaculada, la virgen posmoderna salvadora de las mujeres clase media. Tú, Daenerys Targaryen, estás siendo perturbada por el sólo hecho de que un montón de mujeres trabajadoras, manos sucias, templa’as y arrechas que le echan bolas a la vida, no se maquillan un carajo y salen así a la calle.

Había mencionado en Salud sexual (I) que “todavía sigue siendo tabú toda esta habladera de aparentes pendejadas pecadoras llenas de la influencia de Satanás que en verdad deberían ser la vaina más normal del universo, porque parten del poder de decisión, pero como el poder de decisión fue lo primero que nos quitaron entonces todo lo que salga de allí está llevado de las manos del diablo”. No afeitarse, no maquillarse, no echarse químicos en la cara conscientemente, porque no queremos, está de manos del diablo porque nosotras decidimos hacerlo, y todo lo que las mujeres decidimos por cuenta propia está condenado y arrechamente descalificado. De todas -todas-, somos feas.

Sí, la belleza duele. La belleza hegemónica patriarco-machisto-colonial duele, pero la verdad es que nadie puede ejercer poder sobre nosotras, nuestros cuerpos y nuestras voluntades. Dejemos de rezarle a la santa catira, patrona de los productos de belleza y los discursos vacíos y protectora regia de las aspiraciones de las mujeres bonitas porque ella no nos va a venir a salvar.

Nosotras decidimos.

Sahili Franco

Nació en Caracas, el 15 de marzo de 1990. Inició su carrera editorial en el Taller de Creación Editorial Agujero Negro, formando parte del equipo de editorxs, correctorxs y productorxs de contenido de esta revista, órgano divulgativo de la Escuela de Artes-UCV. Durante ese período, inició paralelamente y de forma autodidacta estudios sobre la imagen, la gráfica, la fotografía, el cine y el audiovisual. Su producción de contenidos apunta a la comunicación pertinente de historias de vida que hablan respecto a la soberanía de los cuerpos, la alimentaria, la des-mercantilización de la vida y a las contradicciones discursivas y estructurales que enfrentamos como pueblo oprimido, colonizado y en eterna resistencia al mismo tiempo que incluye la necesidad discursiva y coyuntural que nos tocará atacar al momento. Sus canales de participación son el impreso y el web, y sus formatos, video y texto en géneros como la crónica, pequeños cuentos y micros.

Actualmente produce contenidos desde sus pequeñas trincheras de lucha, y trabaja como productora audiovisual freelance.