Tamarindo

Tirado sobre la hierba se yergue parásito que pretende la fruta. Lo mira el sol. Llueve sobre mí la tarde del domingo. Me come los domingos y me desmigaja en el patio. Se limpia las fauces y sigue detrás de la fruta. Come tamarindos. Las pepas ruedan por el suelo y se me adhieren a la planta de los pies. Cava dentro de mí y me hace remojar en mis propias bilis. En el pantano abro la puerta y me encuentro con su cara que mira el árbol del que penden tres mujeres muertas. Sus cabellos flotan con el viento. El olor de los tamarindos es más fuerte que el de la muerte. Su sexo es una bolsa de tamarindo. Lo chupo y el sabor ácido de sus jugos se derrama. Presiono su pulpa contra el cielo de mi boca. Lo chupo mientras se mecen sus mujeres en las ramas del árbol. Se yergue parásito y desenvaina cuatro semillas. Es un demonio verde y de él sólo quiero una muerte simple. De entre las ramas se cuela el sol y dejan ver de él las venas dentro de su vaina. Yo quiero tragarlo con el favor de la luz. No tengo miedo. Las larvas carecemos de conciencia. Cuando suena la reja, mojo, porque sé que un hombre o una mujer se comerá mi concha mientras él mira y frota su cornamenta contra el metal. Su piel se transparenta lo mismo que su sexo bermejo crece al escuchar mis aullidos. Y yo grito más y estallo contra mi grieta la cabeza de ella, también la de él, hasta que hago jugo de hierbas sus bocas. Él me mira deshecha y penetra su bolsa en la mía una vez, para devolver el fruto al árbol. Cada dos días baña a las tres mujeres y me hace subirlas. Las peino y sus cabellos me quedan entre las manos. Después de bajar y constatar la dirección de los vientos, él me desviste y frota con un estropajo. Para dormirlo, yo lamo el vientre de mi demonio hasta que me atraviesa. Llueve sobre mí la tarde del primer día. Me come y me desmigaja en el patio. La luz se acaba temprano como se acaba la luz de los domingos. Y los pájaros nos picotean el corazón.

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