Entrevista: Marta es un refugio

Tres ciudades de Venezuela sirvieron de panal al azuquita de la cantante colombiana Marta Gómez. Puerto Cabello, Barquisimeto y Caracas, escenarios para que esta mujer lograra reunir las voces de Liuba María Hevia de Cuba, y por Venezuela a Cecilia Todd, Fabiola José y a Leonel Ruíz. También le acompañó la Nuevo mundo jazz band, bajo la batuta de Adela Altuve, y con la que el Teresa Carreño se alzó al interpretar la Tonada de luna llena, del criollo Simón Díaz.

Leer más: Así se vivió el concierto de Marta Gómez en el Teresa Carreño (+Fotos)

Pudimos conversarla, en un huequito del inmenso complejo. Dos sillas, a la luz de un ascensor. Eran pasada la diez de la noche y hacía hambre. Una arepa alumbraba los cielos de la inmensa capital.

Tenía siete años cuando escribió un poema que decía:

“¡Oh, mi Colombia

que se acabe tu guerra!”…

Algo así, recuerda.

“Yo siempre fui muy intensa”. Y aunque se fue de Colombia en el año mil novecientos noventa y nueve, todavía la siente y la grita fuerte y dulce: “Para la guerra nada”.

En la adolescencia se debatía entre el coro del Benalcázar de Cali y sufrir por éste o aquel amor. A los catorce Silvio fue definitivo, “Canción en harapos era -y es- lo que quería decir”.

Viva el harapo, señor,
y la mesa sin mantel.
Viva el que huela
a callejuela,
a palabrota y taller.

A los veinte, viaja de las tardes en el patio de Florencia Rengifo (directora del coro y su segunda madre), al Berklee College of Music en Boston. Desde el vientre de la bestia pudo construirse en lo que ella denomina como “canción latinoamericana, con un aspecto poético y humano, inspiradas en ritmos folklóricos”. La forma en la que pudo quedarse, fue regresando a sí misma.

marta-gomez-2

“Me fui. Lo único que no sabía era que jamás volvería a vivir en Colombia”.

Y desde entonces redescubre su cuna en el vaivén de la mecedora en Estados Unidos, y desde la hamaca en Barcelona. “La gente me reclama que cómo voy a conocer la realidad colombiana desde afuera. Y les digo que la conozco más. No a través de un noticiero, sino que la estudio de la mano de colombianos en institutos que se dedican a la realidad de mi país”.

No le huye a conversar sobre el tema fronterizo entre Venezuela y Colombia. Como pasa cuando llena un estadio en Israel con diez mil personas, no teme en explicar su propósito. Ella va-ella viene a decir, ella le canta a “los pueblos y no a los gobiernos ni a sus ejércitos”, porque si de eso se tratara, sólo hubiese cantado en Uruguay y durante el gobierno del Pepe Mujica, a quien admira, o nunca hubiese cantado en Colombia o en EE.UU. “Yo viví bajo la administración Bush, imagínate”, y retuerce la cara.

Entonces nos canta-cuenta que somos los mismos, y que de donde ella viene, al pueblo “le sobra corazón y voluntad”.

Sola se convirtió en emigrante, de las que deja que su raíz le atraviese la garganta. Ahora mismo que regrese a Barcelona ofrecerá los brazos de su casa como cobija, haciéndole coro a la propuesta de la alcaldesa Ada Colau de convertir su ciudad en un refugio (1). “Yo lo sueño”, explica emocionada… Cuando tiene tiempo para soñar.

No volvió a vivir a la guerra. Pero Colombia la habita.

Y no fue desde entonces que la melancolía le hizo nido. “Yo me junto con gente alegre para que se me pegue algo, pero siempre termino nostálgica”, me dice. No sabe de dónde le viene la tristura, pero se le para firme como soldado y la saluda cada mañana.

Eso alimenta una vocal larga, sostenida, que está a medio camino de ser llanto, cuando frente a cada una revienta la ola que arrastró a Aylan Kurdi (2), el niño sirio de tres años al que mató ella, también yo, el mundo. “Y en Colombia mueren niños así todos los días. En la Guajira los están matando de hambre”. Morimos.

Marta Inés es la niña del matrimonio, de cuarenta años, Gómez-Gómez. Dos varones le comieron los caminos, Jorge Enrique y Juan Guillermo, sus hermanos.

Su abuela Cielo le mostró cómo tejer las nubes con el humo de su cigarro y aunque se despidió temprano, Martica la guarda en un claro, como se guarda el sol cuando hace frío. De su tempestad, Guiomar su madre. “Es una bomba”. No puede parar nunca, ni cuando no le preguntan a ella, responde.

La otra es Francisca, el melao’ redundante: canta y además hace dulces. Y a sus noventa y seis empezó a pintar. Para Marta el mejor de los dibujos de su abuela Pancha es su padre, el ferretero, el sabio, la calma, el señor Jorge, un nido para que su corazón enderece el latido.

Hará cuatro años desde que Marta se dio cuenta de algo importante. Es una mujer fuerte.

Antes creyó que era más bien una niña mimada, sin haber vivido ninguna pena más allá de las amorosas, la más chiquita de casa, la cantante. Hacía lo que le venía en ganas y goza del privilegio de hacer-trabajar lo que le gusta. En sus propias palabras vivía “con el ego por las nubes. Era una diva”.

Pero parió.

No durmió en dos años. Y Alejandro estuvo por encima de sus intereses. Y lo está.

Ha cambiado.

Incluso su voz ha cambiado. “Tengo mucha más fuerza. Y puede hablarle a las madres de tú a tú”, desde el “cansancio, el dolor”, pero también desde la garra.

Ser madre para Marta es maravilloso, y “un trabajo excesivo”.

Por lo que en algo es irreductible: no quiere tener más hijos.

Mientras carga al que le pone y quita los acentos, él le hace masajes. Se aman tanto que admite medio en broma que es una relación de psicólogo. Alejandro Serna es un músico de cuatro añitos, que tomó de sus tetas hasta los tres.

“Estoy segura de que si a las mujeres nos dejaran amamantar sería otro el mundo, porque nos daríamos cuenta de que un niño de un año puede caminar, correr, respirar por nosotras. Eso genera una fuerza. Por lo tanto, si éste niño vive por mí, entenderé que aquel no tiene porqué pegarme, porqué mantenerme, porque soy fuerte. Entonces claro, se nos quita el derecho a la lactancia”.

Marta se asume de izquierda y no termina de ser apartidista. Ha seguido a Mujica, también a Gustavo Petro, alcalde de Bogotá. Lo mismo que considera un referente a Antanas Mockus. Pero no persigue a hombres, sino que cabalga ideas:

“La mujer necesita otro espacio en el mundo. No digo en la política, en la historia, en la cultura, que ya vamos emparejando, sino en la vida. Oírnos, escuchar lo fuerte, lo valiosa que somos. Es fundamental”.

De Cali, el coro. Y cada vez que vuelve, regresan al patio florido a cantar. Sus amigas se saben todas sus canciones y la entonan como himnos. Ella fue solista. Pero nunca estuvo sola. Confía en la clarividencia de las mujeres cuando arman un círculo y desarman al mundo. Confía en las manos y a pesar de su nostalgia compañera, acomoda sus escamas para nadar en la tierra, optimista.

Porque es un deber ser optimistas cuando reencarnamos y nuestros hijos son carne de nuestra carne.

Al final, no fue su abuela Francisca quien que le preparó la receta que la derrite. Se muerde la lengua antes de confesarme un secreto peliagudo: le fascina el quesillo y quien mejor se lo prepara es su exmarido “¡Me mata!”.

Se embucha un sorbo pequeño de cerveza.

Cada cual se va a por su arepa.

DesdeLaPlaza / Indira Carpio Olivo