Crónicas en dos ruedas

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En esta plaza existen dos tipos de motorizados.

Uno. Los que montan una Harley y que en caravana constituyen un espectáculo para la media clase.

Y dos. Los que montan una Empire y que en caravana constituyen una amenaza, los círculos del terror.

Porque catire más motor gringo: es cultura, y moreno más Jaguar: es chavismo.

Simple ecuación.

Un muchacho del barrio se atrevió a cruzar al Este de Caracas y llevarse un retrovisor ajeno le costó la vida. Su parrillero habría quedado herido de muerte también. (1)

Luto selectivo.

Para la comunidad virtual (el microcosmos de mucho sinoficio) este fue un acto de heroísmo. Si el muerto hubiese sido de los “meiríademasiado” la noticia se hiciera viral, se tradujera en todos los idiomas en los que nos habla la opinión pública y algunas descargas de arrechera hubiesen nublado Chacao, habitada por las guayas degolladoras. Pero como fue del barrio, el asesinato fue cargado en hombros.

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Cuando mi amigo argentino Franco visitó Venezuela por primera vez, se quedó en casa. Vivíamos en Sabana Grande. Subió al Ávila, bailó en El Maní (bueno, trató), nos montamos en el teleférico hasta San Agustín adentro para amanecer los tambores, madrugamos una Ruta nocturna, bajamos a La Güaira. Y por supuesto, vio su vida pasarle por el frente en un segundo, al acudir a un mototaxi.

“No, Che. Más nunca”.

Jamás lo robaron, tampoco fue víctima de secuestro, violación, o robo de órganos, como le prometió una encopetada en el avión; no. Pero sí se hizo parrillero de un mototaxista ¡Extremo!

Muchos se atragantan, no se comen no, se atragantan las luces de los semáforos. Suben aceras, no llevan cascos, ni demás periquitos para su protección y la de los pasajeros y podrían ser campeones en competencias de piruetas. Circulan por el canal rápido, porque sí, es que son imprudentemente raudos.

Alguna vez casi me raspo la rodilla derecha, al tomar una curva. Pero no pasó, porque andaba con la reencarnación de Johnny Cecotto. “Agárrate fuerte”, me dijo un segundo antes de alzarnos en caballito. “Báaaaaaaaajame”, alcancé a sollozar.

A mi amigo Pedro, uno le ofreció servicios varios entre los que incluía “el sicariato”. Mientras que con mi compañero, uno fue capaz de arrancarle el reloj a un señor que reposaba su brazo en la ventana de su carro, en tremenda cola “porque no es que yo sea choro, sino que el tipo es burda e’ boleta”.

Pero también está el que sacó a mi amiga embarazada, junto a sus dos bebés de en medio de una guarimba. O el que me iba a buscar a casa a las cuatro de la madrugada para alcanzarme hasta universidad.

Hace poco, fue noticia (en el absurdo en el que se ha convertido la noticia hoy día) la piñata con formas de un mototaxista, para que usted le caiga a palos.

Antes fueron una alternativa (por el tráfico impenetrable de Caracas y por el costo, en comparación al taxi, siempre más económico). Ya no lo son tanto. En estos días, pregunté a uno que en cuánto me llevaba de Plaza Venezuela a la Plaza Bolívar, unos seis kilómetros más o menos, y me salió con que “en 400”. Me reí en su cara cuando explicó que “el dólar subió” y cogí metro.

Hay de todo en la villa del motor.

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Subiendo de Caracas por la Panamericana, en una moto se desplaza una familia, papá al manubrio, mamá de parrillera y al medio una bebé un poco más pequeña que mi hija mayor. En los brazos de la mujer la otra nena, como de la edad de Manuela, mi bebé más pequeña, de pocos meses de nacida.

Al verlos, hago como mi madre cuando salgo de casa. Ella me bendice y me echa al saco un montón de santos que me cuidan por el camino. Yo, arrugado el corazón, le pido a mis ancestros, a la naturaleza, a la vida misma, más vida para los cuatro, porque no creo que una madre quiera exponer a sus hijas, porque sé que se mueven de esa manera por necesidad.

Al contrario de la mayoría, no la juzgo, sino que la acompaño; no porque yo sea mejor que el resto o la Sor Juana Inés, no, sino y porque sé lo que significa ser señalada, como si en mis manos descansara la culpa de habitar la pobreza.

A la mitad del camino, del otro lado de la vía, dos motorizados rodaron. Sentí como la señora apretaba los ojos, y con ello a su par de muchachitas.

Quise que me mirara, y reposara en mí, pero no la alcancé. Éste estacionamiento en plena autopista que es la clase media baja nos separa, a pesar de que transitamos el mismo viaje.

Qué fácil es sentenciarla desde el asiento del autito.

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Nos persigue una sirena, abre paso de lado y lado. Una especie de robocop de gomaespuma, forrado de poliéster negro, me nubla la ventana por un instante. Detiene el tráfico, justo frente nuestro y hace más seña que Marcel Marceau. En la cintura, un arma. Al descubrir los lentes se deja ver una carae’perro que sólo medio sonríe cuando su objetivo logra abrirse camino: “25, raya, uno” le susurra a su radiotransmisor.

Éste espécimen abunda en la Caracas de los poderes públicos. Escoltas, le llaman. Acompañan al teléfono corporativo, y al “camionetismo” de los funcionarios de hoy. Porque el que menos puja, puja una Vestrom.

Al creer que serán víctimas de algún atentando, atentan primero ellos.

Como a los uniformados (policías y GNB) es fácil encontrarlos en medio de los bulevares, incumpliendo la norma esa que dice que está prohibido el tránsito de motos en esos lugares. Lo mismo que es común observar como joden el paso en las ciclovías. Y no, no pasa nada, porque ellos (si, en masculino: ellos) son la autoridad.

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Fui motorizada. Ocurrió que me lancé a la Libertador a conducir por primera vez, y me encontré justo a un conductor que iniciaba también el manejo de su camioneta.

Sin fijarse, me bombeó de un sólo golpe sobre el capó de un carro estacionado junto a nosotros.

De inmediato una tribu de motorizados me rodearon a mí y al novato. Me alzaron, me observaron, me dijeron que debía decir si se acercaba un fiscal de tránsito y hasta me trajeron agua.

Al muchacho del auto que me chocó lo hicieron bajar, lo pegaron contra la puerta, lo amenazaron, lo asustaron. No querían irse y dejarme tirada, no. Tampoco llegó autoridad alguna. Y gracias a la Santa Virgen de la carretera (con pinta de travesti) no ocurrió más nada.

Es bien conocido en la calle que la comunidad de las dos ruedas es como la uña y la mugre.

Una semana después, fui arrollada tres veces por diferentes motorizados. La última, quedé inconsciente, porque justo padecía de un cólico nefrítico (dolor agudo producto de cálculos en los riñones) y el golpe fue en la zona lumbar. Cuando recuperé el aliento, otro motorizado me había llevado al Clínico Universitario.

“Te dejo acá, mamita, porque no quiero güiro”, me dijo al bajarme. Yo me incorporé y me fui a donde debía, al trabajo. Tomé un mototaxi para la diligencia.

DesdeLaPlaza / Indira Carpio Olivo

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(1) En: http://movimientootrobeta.org.ve/el-barrio-llora-a-sus-chamos-tiroteados-en-prados-del-este/