Cuando reaparece un poema perdido en la memoria

La mayoría descubre la poesía durante su adolescencia. Gracias a las obligaciones escolares, algunos encuentran en ella un modo de expresión, una vía de escape, un grifo abierto para los demonios internos en plena rebeldía hormonal. A otros le pasa de largo como una tarea tediosa, como una obligación para pasar la materia.

Antes de descubrir la poesía como parte del programa educativo de bachillerato, ya ella me había encontrado en una vieja, muy vieja antología de Pablo Neruda que reposaba entre el polvo de la desidia en la biblioteca de la casa de mi madre. Allí estaban la Canción Desesperada, la Oda a la Cebolla, los 20 Poemas de Amor, Alturas de Macchu Picchu y tantos otros.

A propósito de mi perenne pesimismo, hubo un poema en particular que me marcó. Me produjo una sensación neurálgica desde el primer verso que me hizo entender el poder infinito de la palabra escrita. Una especie de revelación. Un impacto con vidrios rotos. Sin embargo, la adultez y la vida y el mundo real con sus cotidianidades implacables van borrando a punta de diminutas preocupaciones esa conexión con el arte. Crecí y olvidé el poema.

Pero Neruda tiene algo de mágico, guerrero y militante, de esos que no se dejan vencer por las adversidades. Así que cuando fui esta semana a una librería cualquiera en un centro comercial cualquiera a “curiosear” un rato, saltó de un anaquel. En mis manos, un libro llamado 24 poetas latinoamericanos. Y entre Borges, Benedetti, Vallejo y Lezama Lima, se asomaba Neruda, volviendo a mi vida.

Sucede que me canso de ser hombre.

Sucede que entro en las sastrerías y en los cines

marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro

navegando en un agua de origen y ceniza.

 

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.

Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,

sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,

ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

 

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas

y mi pelo y mi sombra.

Sucede que me canso de ser hombre.

 

Allí estaba Walking Around, el poema de Neruda que me atrapó aun siendo niña. El poema que me enseñó el poder infinito de la palabra escrita. El poema que me chocó de frente, rompiendo todos los vidrios emocionales como una bala con mi nombre tatuado.

Por eso el día lunes arde como el petróleo

cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,

y aúlla en su transcurso como una rueda herida,

y da pasos de sangre caliente hacia la noche.

 

Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,

a hospitales donde los huesos salen por la ventana,

a ciertas zapaterías con olor a vinagre,

a calles espantosas como grietas.

 

Resulta que aquella niña que descubrió por accidente a Neruda hace treinta años padece de la misma enfermedad de esta adulta que soy hoy: inconformismo crónico. También me canso de ser humana, de ver las mismas vitrinas en las mismas calles, de llegar los lunes a la oficina con cara de cárcel así como llegaba al colegio con el mismo cortejo fúnebre en mi rostro. Tal vez hay algo de animal libre en mí y la rutina me aplasta en cautiverio.

Por eso vuelve Neruda, insistente y terco, a recordarme que la poesía es un plan de escape para salir de esta cárcel que llamamos vida.

DesdeLaPlaza.com/Gipsy Gastello