Mujerícola 16: Ana

Le pregunto a un amigo qué hacía Anita. Yo quería saber si la cacica seguía haciendo quesos, sembrando aquí, ordeñando allá. Y me respondió: “en horas de la mañana viene a enterrar a su hijo Cristóbal, en la comunidad Kuse”.

Cristóbal a la mitad de la calzada para ser hombre, todavía niño, ha sido muerto en manos de algunos “efectivos”, por ser testigo en el asesinato del cacique Sabino Romero.

Ana no camina, Ana vela el sepulcro.

Quinientos años no han podido consumirla. Pero de a poco acaban con todo hombre que la rodea, porque la historia cree que así lograrán disminuirla. Sí, la historia es una bala, un gran falo de pólvora.

Ana había enterrado a dos hijos, y a cinco más había curado de ser heridos. También a ella la hirieron, a ella que resiste al puma de mil cabezas que lo mismo se la come, que la roba, que la cerca.

Se supone que debía celebrar, porque en vez de veinticuatro mil hectáreas, ahora explotarán sólo siete mil del carbón de la sierra que custodia. Pero no tiene cara para la fiesta.

Debió alegrarse por los treinta años de condena contra “El Manguera” que asesinó a sus hijos, también a su compa de lucha Sabino, pero son cuatro los menos y hubiese querido sus vidas y la libertad a cambio. Los Manguera se multiplican y el exterminio anunciado continúa.

La odia el ganadero, el guerrillero, el paraco, el terrateniente, el cacique que se vende, el Estado que no logra dar con ella, la odia el watía. Y con igual fiereza la ama la montaña, el arco, la flecha, la dignidad.

Cacica kuse, Anita, ronda los cincuenta, pero la cordillera la hace eterna. Jesús -un wayúu de por los caminos, que se está quedando ciego- atraviesa sus aguas. Carmen Fernández Romero es su nombre de pila, pero prefiere ella llamarse -y también el watía llamarla- Anita. Su padre fue wayúu, y ella se asume yukpa, como la matriz que la enraizó a los bordes del río Yasa y Tukuko.

Del préstamo del Fondas, las vacas que le dan dos litros de leche diario que lleva al mercado de Machiques. A veces las gallinitas le dan huevos, o cultiva ají, yuca y plátanos, que les cambian por un par de monedas.

El dinero le mediosirve para ir y venir.

Es temprano y llega a Caracas. Trae los papeles que le han ordenado desde la burocracia para que las mujeres de su comunidad reciban la mensualidad retrasada desde hace unos meses de la Misión Madres del Barrio, también es la encargada de que se aceleren los créditos agrícolas y avance la demarcación de tierras por la que han pasado por la pólvora a su gente.

En una bolsa de plástico los ordena con precisión. No puede permitirse errores, porque de ella depende el alimento de su gente. De su puritica sangre diez hijos la aguardan y treinta y cinco nietos. Todas y todos aguantan el aguacero bajo las latas de zinc de su racho de madera y adobe.

Se le ve serena y no es sino cuando una le suelta la lengua que se revientan los diques y una cascada de dolor destroza cuanto pecho se atreva a ponerle frente. Ella no llora.

El Estado le prometió pagar las bienhechurías de las parcelas Las Flores, cuyos terrenos se pelea con el hacendado de Las Delicias y sus matones. No lo hizo. Le aseguró resarcir los daños causados por la aprehensión injusta, durante diecinueve meses, de su hijo. No lo hizo. Le garantizó custodia. Tampoco cumplió.

A su hijo Alexander, aquel muchacho de mirada rasgada como pluma en horizonte, que acompañó en presidio a Sabino Romero, lo mataron a tiros y le arrancaron los ojos con un gancho de ropa.

La calma de Ana es la de una tragavenados zigzagueando entre hojas secas, detrás de las pupilas de su hijo.

DesdeLaPlaza.com / Indira Carpio