En mi cuadra (II)

A veces creo que en mi cuadra se dibuja una nueva zona en reclamación, porque cuando suceden estas cosas que te cuento aquí y uno llama a la policía, siempre se pelotean la responsabilidad de atender al llamado entre la municipal y la nacional, mientras tanto se van asomando todas las viejas chismosas por sus respectivos balcones a la espera, a veces eterna, de las autoridades.

Allá rodó

En las noches de esa calle siempre se escuchan todos los sonidos que se les pueden ocurrir, desde mi amiga Chela que cuando estornuda se enteran en Guatire, hasta cuando los niños de la vecina de abajo deciden hacer guerra de gritos a ver quién es más escandaloso y ladilla. Esto sin contar las veces en que unos frenos chillando vienen acompañados de un breve silencio y luego  de un estruendoso coñazo.

Pasó antes de que construyeran la ciclovía y la calle principal era separada por un metro de acera del borde que da al río más cochino de la ciudad. Esa noche de sábado brindábamos en la planta baja y escuchamos el combo de chirrido y golpe, que nos hizo correr a buscar el carro siniestrado, pero esta vez no veíamos nada. Como si hubiese habido un portal mágico a otra dimensión, el carro había desaparecido de la escena. Veíamos los vidrios rotos en el pavimento, pero nada del vehículo en cuestión, hasta que uno de los muchachos echó una mirada para el río y allí lo vimos, con las cuatro ruedas hacia arriba, con la suerte que estábamos en plena sequía y el caudal estaba en su punto más bajo, casi seco, un hilito de agua sucia corría por debajo del techo de Corsa azul, se veía un brazo sangrando sobresaliendo por la ventana. Estábamos aterrados, pensamos lo peor.

Corrimos a llamar a todos los entes necesarios cuando vimos que la mano se movía, le comenzamos a gritar a la persona que se quedara tranquilo y que la ayuda venía en camino, que no se desesperara. Queríamos saber si había alguien más con él y logramos escuchar que estaba solo.

Para hacer el cuento corto, llegó toda la parafernalia de las fuerzas de seguridad, ambulancias y equipos de rescate, parecía una discoteca con ese pocototón de cocteleras y sus luces cegadoras. Reflectores apuntando al herido, quien permanecía dentro del carro, los rescatistas lograron picar la puerta para sacar al chamo, que en lo que se puso en pie se sacudió la camisa, le metió una patada al carro insultándolo y al verse el brazo sangrando, no se le ocurrió otra mejor idea que LAVARSE LA HERIDA CON AGUA DEL RÍO GUAIRE, el grito de todos los espectadores fue al unísono como un coro Mormón: ¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!

Si el mamarracho borracho ese no se mató con semejante coñazo que se dio en el carro, seguramente tuvieron que cortarle el brazo mínimo, por la infección tricachúa que debió agarrar. No beban y manejen misijos.

Pobre kiosko

Un colombiano era el dueño de este punto neurálgico del chisme de toda mi cuadra. Me imagino que todo aquel que pasaba por allí le iba dando un pedacito de información, sobre un evento que sucediera en cualquiera de los edificios de esa calle. Vendía cigarros, mayonesa y compotas, la gaceta hípica y las revistas pornos (las cuales tapaba para que los chamitos no vieran las tetas peladas de la portada). Este local era el baño predilecto de cualquier urgido que pasara por las noches y el dormitorio de algún alma sin techo. También vendían desayunos y café, además de que el propietario debía conocerse al pelo los recaudos y trámites necesarios que pedía la institución que quedaba a pocos metros de allí, lo que le faltaba era sacar copias, para hacerse más millonario de lo que se hizo.

Lo cierto es que Gerardo se había ganado el amor o el odio profundo de los vecinos. Cuando les digo que se enteraba de todo, era de TODO, una vez pasé y me preguntó que como seguía mi guayabo por el negrito, O-SE-A.

Un buen día amaneció el kiosko de Gerardo atravesado en la mitad de la acera y todo chocado por la parte de arriba, porque durante la noche uno de los autobuses que se estacionan en la universidad, dio un mal giro para entrar a la calle, calculó mal y no sólo se estrelló contra el kiosko sino que lo desplazó  unos 2 metros de sus bases. Varios vecinos solidarios vinieron a ayudar a rodarlo hasta su sitio, no hubo pérdida de mercancía, ni heridos.  Hace poco me enteré que el tal Gerardo se fue del país y dejó a su hermano que es muy pero muy parecido a él y uno lo saluda automáticamente cada mañana.

Aquella tarde feliz

De esos domingos en los que no hay mucho qué hacer, ya estábamos agotados de ir corriendo por los pisos tocando todos los timbres, de lanzar bombitas de agua por la ventana. No se nos ocurrían otras maldades, sin poder salir en una tarde calurosa como la de aquel día, en la que la vida de un grupo de muchachos se llenó de felicidad, cuando a lo lejos pudimos escuchar las campanas celestiales del heladero.

Sí hay sonidos que me recuerdan mi hermosa infancia, es la armónica del amolador y la musiquita desgastada del heladero, así que sin importar la edad que tenga ese sonido, siempre me saca una sonrisa pícara y se activan mis ojitos del gatico de Shrek para pedirle plata a mis papás para poder comprar helado.

Ese día, la tragedia de ese señor ecuatoriano (que tiene toda la vida empujando ese carrito con hielo seco y un montón de billetes de menor denominación), se convirtió en la tarde más feliz para todos los chamos que presenciamos aquel choque y de como una camioneta se llevó por el medio al señor y al carrito blanco que dejó vuelto leña, desparramando así, una alfombra multicolor con todos los sabores de helados que tenía en su interior. Al heladero no le pasó nada, pero al ver su mercancía en el piso, le pidió al señor que lo atropelló que respondiera por ella y el señor le dijo que pagaba todos los helados. Sí, todos.

Al grito de ¡HELADOS GRATIS!, bajaron en tropel, toda la descendencia existente en 9 edificios que conforman mi cuadra, la ingesta fue memorable. Teníamos tanta azúcar en nuestros pequeños organismos, que el coma diabético estuvo a punto de caramelo. Todos los sabores y colores en aquellas lenguas moradas o rojas y el pegoste de melao en las manos y boca, nos acompañó por unos cuantos días. Aun lo recuerdo, sonrío y lloro de felicidad.

Sí, este tipo de cosas y más, pasan en mi cuadra.

Victoria Torres

Periodista, melodramática y brontofóbica. Contra todo pronóstico, fiel creyente de la amistad y de que un mundo mejor es posible. Responsable y dueña de lo que escribo y sueño, que ahora comparto con aquellos que están tan locos como yo.