Muchacho tremendo

Después de muchos años, la risa siempre se hace presente en casa de mis padres cuando se habla de las travesuras de mi hermano, el segundo. De pequeño se hizo famoso en la urbanización por lanzar dinero en efectivo desde el balcón (toda una tragedia en estos días), algo que hacía cuando mi mamá dejaba la cartera “pagando” luego de cobrar el dinero de la ropa que vendía. La fama de mi hermano también fue celebrada por otros niños vecinos, ya que muchos de nuestros juguetes se iban volando por las ventanas y regularmente paraban en la casa de los amiguitos.

Mi hermano rompió lámparas, quebró mesas de mármol, montaba triciclos con una bolsa en la cabeza y en dos ocasiones mi madre tuvo que salir corriendo para el hospital a ponerle puntos de sutura tras sus aventuras en tres ruedas. Si bien mi querido hermano era todo un terremoto, cada uno de mi cuarteto de hermanos tuvo sus momentos de travesuras. El menor destrozaba piezas de vidrio con su afición al béisbol “in door”, mi hermana se afeitó los vellos de la frente cuando tenía seis años por el complejo de su frente peluda. Complejo que por cierto le creé yo de tanto chalequeo, creatividad que también usaba para colocar trampas por toda la casa en las que siempre caía mi papá. Mi momento memorable son las comilonas de leche en polvo con azúcar que promovía entre mis hermanos, luego lanzábamos los potes vacíos al techo de la casa para ser delatados más tarde por los aguaceros que arrastraban todo lo que montábamos en aquel techo.

Hoy mis padres cuentan aquellas travesuras entre risas, y aunque mi madre dice: “si me lo hacen hoy en día los muelo a palos”, su sonrisa bonachona habla de lo mucho que los dolores de cabeza de aquellos años, se convirtieron hoy en un bálsamo de vida para sus recuerdos. Y en definitiva eso es lo que nos queda en el camino: la experiencia de vida que nos acerca a la felicidad.

Los niños hacen travesuras porque es su naturaleza. No hay manera de evitarlas, y si lo intentamos con ahínco, estaremos cometiendo un gran error al privarlos y privarnos de esas experiencias. A través de las travesuras los niños comunican tanto o más que con las palabras, es una forma de llamar nuestra atención y de expresar lo que les inquieta, lo que realmente les interesa.

Un chamo no comete travesuras de forma consciente el 100% de las ocasiones. Cuando está pequeño (entre uno y tres años) sus ocurrencias derivan de la revisión constante de su entorno, de sus primeros pasos en el mundo y de su comprensible curiosidad. Por ello no resulta nada raro que los niños prueben sabores, olores, texturas y formas, de lo cual siempre va a resultar alguna travesura.

En una segunda etapa se presenta cuando los “desastricos” suceden de manera consciente, es decir, ellos saben lo que están haciendo, pero su acción se presenta de manera espontánea una vez se encuentran en presencia del “conflicto” a resolver. Así consiguen retarse a sí mismos en la solución de sus problemas y tratan de encontrar respuestas que están a su alcance. Esta etapa se presenta entre los 4 y 6 años.

En una tercera etapa ubicamos las picardías meticulosamente planificadas. Pero regularmente ellas tienen un responsable: el que les ríe la gracia. En esta etapa nos encontramos con travesuras derivadas de conductas aprendidas en momentos similares de su vida, donde los chamos se encontraron con respuestas que animaron sus acciones: llevar la contraria, hacerse el chistoso o salirse con la suya. Esta etapa comienza a las 6 años y si no tenemos cuidado, podemos estar criando a Damián, el de “La Profecía”.

Sé que es difícil, muy difícil no reírles las tremenduras a los chamos. Nos regalan situaciones extraordinariamente divertidas que es casi imposible esconder la sonrisa, pero tenemos que armarnos de una coraza para no reforzar un comportamiento que puede ser cuchillo para nuestro pescuezo. Es importante mantener la calma y pensar en los correctivos que aplicaremos a fin de minimizar esas conductas, luego a sus espaldas, nos podemos reír todo lo que nos provoque.

Así voy acumulando las travesuras de Miguel cuando rompe las matas de la abuela a balonazo limpio, cuando no parece tener el menor sentido del asco y come cualquier cosa que se le cae al piso o quiebra los récords de pantalones del colegio rotos en las rodillas. A la vuelta de unos años, me vengaré de una manera bien divertida: contando sus anécdotas a las nueras, nietos y otras amistades tal como hoy lo hace mi mamá.