Nicolasa

Nicolasa-abuela-ramon

En mis recuerdos de niño abrazo aquellos viajes a Margarita; cuando junto a mi madre y mis hermanos agarrábamos un autobús que nos llevara hasta el puerto de Guanta, en el estado Anzoátegui, para abordar un barco que aparecía en medio de la noche con una pequeña luz titiritante, y que nos dejaba a plena mañana en aquella isla rodeada de agua salada y de palmeras señoriales, que se movían sonrojadas por las nuevas visitas. Llegar hasta allá era encontrar un pueblo bendito, las aguas infinitas que se unían con el cielo y las aves que remarcaban todo aquello con los rayos recién levantados del sol, algunas se zambullían al mar para cazar a algún pez, otras posaban tranquilas en las puntas de los botes anclados en la orilla.

Las pequeñas casas, de techo sensibles y colores llamativos, de donde salían corriendo algunos niños en interiores a jugar en la arena, y los quiosquitos lejanos en los que probablemente no faltaban esas empanadas de guacuco y cazón con guasacaca picante. Todo ese panorama hasta que poco a poco dejábamos aquellas costas para adentrar en las zonas más habitadas. Así conservo mis primeros días en aquella isla, cada uno distinto; el llegar a esa tierra donde creció la mitad de mi familia, en donde nació mi madre y en donde tengo tantas vivencias que forman ahora parte de mis encuentros sagrados.

En aquel tiempo mis abuelos tenían una casa en el pueblo y otra en su conuco, un ranchito de zinc donde vivieron gran parte de sus vidas y en donde se filtraba el agua si llovía a cántaros. Mi abuelo, Ramón, se dedicaba a la siembra, a arar la tierra y a cuidar su cultivo, que tantas veces nos dio frutos de Dioses, pero cuando cuando la vejez y la diabetes le fueron ganando, se la pasaba sentado en su silla de mimbre, echando dando bendiciones y echándole regaños a todo aquel que lo mereciera, debajo de una mata de mamón tan grande como las esperanzas de un niño. Su carácter era templado y cuando se ponía de pie sorprendía porque, recuerdo, medía casi dos metros y podía agarrar mamones sin esforzarse mucho.

¡Vaya aquel hombre robusto y fuerte a dejar de hacer lo que una vez hizo! Con el tiempo y con el trabajo duro, construyó una casa de cemento y platabanda, así como debe ser, pero al lado de su ranchito, para no dejarlo, porque tampoco lo quiso tumbar. En ese espacio de láminas que retumbaban en los días de lluvia solo había una cocina y un montón de corotos en donde la abuela escondía las cosas para luego olvidar dónde las había dejado. Ahí era donde se la pasaban siempre. La casita del pueblo, que tantas veces visité, se quedó sola.

Pero mi abuelo vivía contento, estaba donde siempre había estado y en donde siempre le gustó estar. «De aquí me tienen que sacar muerto», y así fue. Años después, en 2014, enfermó repentinamente y no se pudo hacer más por mantener con vida a aquel fortachón alegre que podía agarrar una rama de mata de guayaba, esa que nunca se rompe, para castigar a los muchachos tremendos y contestones, y que también sabía usar su sombrero tejido de palmetas, dormir sin caerse en su hamaca y tocar el cuatro bien afinado.

Con el tiempo Ramón, el viejo Ramón, perdió la agilidad y poco a poco la visión, apenas podía ver por uno de sus ojos negros, el izquierdo si mal no recuerdo. Él tenía un bote, al que llamó Pamelo, y aquellas tablas construidas y pintadas por bastante tiempo dejaron de estar en el mar. Ese hombre que de niño parecía un gigante supo cómo desafiar mares rebeldes y noches frías para que no faltara el pescado en su mesa y para que tampoco le faltara para vender y contribuir con el sustento de su familia.

Nicolasa ayudó a ese hombre hasta su último respiro. Cansado de las diferencias entre mis padres, siempre me cuestionaba si existía el amor verdadero, pero tenía el ejemplo de ellos tan cerca y no me había fijado. Nunca hubo un día en el que mi abuela, por más molesta que estuviera con él, haya dejado a un lado su atención por Ramón, a quien, con paciencia, ayudaba a buscar su cepillo de dientes, le preparaba la comida con el mismo amor de todas las veces, lo llevaba a bañarse y un sinfín de cosas. Ente ellos la deslealtad no tuvo significado, ninguno faltó, al menos no hasta donde yo hasta ahora sepa.

A sus noventa y tantos estoy seguro de que la abuela sigue con su humor de siempre y todavía se sienta frente al televisor para la novela de las nueve. Hace unos cuantos años no la veo, para ser más preciso, desde que murió mi abuelo, su amor de toda la vida. Recuerdo siempre sus palabras en aquel día de abril: «Yo quería morirme primero que él para no sentir todo esto».

El seis de octubre de este año yo caminaba por alguna calle de Caracas y pasé por un lugar en donde olía a café recién colado. Pensé en ella, sirviendo con el de Ramón en la misma tasa de siempre, bien temprano, apenas saliendo el sol y con el canto de las aves que se cruzaban entre los árboles. Recordé aquellos momentos en los que mi abuelo esperaba sentado debajo de su árbol frondoso de mamón, ese que cada cierto tiempo le daba alegría a sus nosécuántos nietos.

La arepa asada en budare y un pescado frito; la hora que, sin ver relojes, mi abuelo ya sabía porque aprendió a fijarse, entre lo que la ceguera le permitía, dónde se ubicaba la sombra que se movía al ritmo del sol; la hamaca y las conversaciones con mi familia, las visitas inesperadas de otros tantos que llegaban sin avisar, el brillo en la mirada de mi madre cuando hablaba con maíta y paíto, un arroz con leche en medio de la noche y un bombillo que alumbraba entre la oscuridad de las matas, la brisa que despeinaba, las playas azul cielo que sanaban a los ojos marchitos, los atardeceres desde una montaña, los peñeros, la silueta de los pescadores descansando a lo lejos, la risa.

Hace tanto que ha pasado y no la he visto, no he recorrido su casa para llenarme los pies de tierra como cuando era niño; hace tanto que no acompaño a Nicolasa, a maíta, en su soledad ni la he vuelto a abrazar después de aquella despedida que nos dejó atónitos. Su mirada ya no es la misma, estoy seguro, ella allí tiene guardada la vida, la muerte, la ausencia y la nostalgia repentina.

@Luisdejesus_