Conclusiones arrasadoras

La gente puede cambiar de opinión. Todos tenemos el derecho de un día decir: “me equivoqué”. Cualquiera puede que grite en algún momento: “ya no creo en este gobierno”.

Incluso, podemos llegar al instante revelador de “arrepentirnos de haber apoyado al régimen” después de contemplar la verdad obvia de que la actualidad venezolana es un panorama desolador de inflación, especulación, deterioro de los servicios, hospitales desahuciados, de gente que se ha ido y de horas interminables esperando una camioneta para llegar a casa.

Pero al mismo tiempo que todas esas cosas son válidas, creo que es una manipulación desmesurada decir bajo los términos actuales de la frustración y el despecho ideológico que los últimos seis años venezolanos son la continuidad dramática del proceso político comenzado en 1999 por el Presidente Hugo Chávez, obviando que desde ese año hasta el 2012, el país experimentó una serie de transformaciones que se hicieron tan cotidianas que no las apreciamos sino hasta que las dejamos de tener.

He leído con mayor frecuencia la conclusión arrasadora de que Dios, Trump, o una mano traidora dentro del Gobierno debe contribuir a poner fin “a este desastre de 20 años”. Sí, “desastre de 20 años”. Y lo más llamativo es que esta síntesis histórica es repetida y repartida por ex camaradas que ahora hacen un esfuerzo enorme por deshacer su pecado de haber sobado el chavismo, cuando defender la causa era más fácil que ahora.

Esos casos del “chavismo blandito”, ahora devenidos en agitadores de una oposición rabiosa, olvidan las veces que se deshicieron en alabanzas al líder, rozando una exagerada adulación que se confundía con el oficio criollo de “jalar bola”. De esos casos, cada uno de nosotros que seguimos sosteniendo la causa del chavismo, tenemos un montón de ejemplos que nos hacen sentir con angustia: “nos estamos quedando solos”.

Esos camaradas obvian en su conclusión arrasadora que resume al chavismo en “20 años de desastre”, que después del Paro Petrolero de 2002-2003, hasta 2012, Venezuela experimentó índices de crecimiento de desarrollo humano inéditos gracias a una orientación social del presupuesto nacional.

Con Hugo Chávez, hasta el más desamparado buhonero de Capitolio conoció personalmente un dólar, tuvo una tarjeta de crédito, y llegó a tener un pasaporte con el que experimentó la oportunidad saudita de conocer el mundo con esa sensación de estar ejerciendo un derecho constitucional inalienable.

Con Hugo Chávez y el chavismo, los empleados públicos de este país no volvieron a sentir la ansiedad de cobrar tres meses después de comenzado el año. El acceso a la educación universitaria se expandió. Con Hugo Chávez y el chavismo, Venezuela dejó de ser un país abrumado por la estadística terrible del analfabetismo.

Durante esa época anterior a estos seis años de aguda crisis económica, la carne dejó de ser un lujo y un enorme porcentaje de la población dejó el umbral de la pobreza para pasar a un ámbito de vida decente con oportunidad de crédito y de tener un carro sin la sugestión de la usura bancaria de los préstamos indexados.

Con Hugo Chávez y el chavismo, el sueldo de un trabajador rendía en términos aceptables hasta el punto de que podía contemplar la idea de aguantar la situación con un solo empleo. Durante esa época, la desocupación descendió hasta el espectro de un solo dígito y el consumo se expandió de tal manera que la danza de dinero escandalizaba a los revolucionarios ortodoxos que rumiaban que el proceso bolivariano, en vez de conducirnos al comunismo, nos estaba llevando al consumismo.

Con Hugo Chávez y el chavismo, en este país se terminó el reclutamiento forzoso y los venezolanos sacábamos una cédula nueva con un estornudo. En este país, la gente pagaba con menos problemas una manzana, compraba vino en el auto mercado y podía cenar alguna vez en un restaurante decente.

Con todo esto no quiero decir jamás que el ensayo político de alcanzar una mayor equidad en la distribución de la renta petrolera no haya tenido fisuras. Las tuvo y cometió también omisiones socialmente fatales como el abordaje deficiente del problema de la inseguridad ciudadana, la cual solo se conformó en contrarrestar con el argumento endeble de que las transformaciones en las condiciones materiales de la gente conducirían a la disminución de los factores de miseria que animan la criminalidad. Pero la realidad demostró con números alarmantes que esa aritmética social, a lo mejor funcionaba en Suecia, pero en Venezuela no.

También es cierto que el país, y buena parte de la clase política, fue cómplice de una corrupción repotenciada y de la configuración de una nueva clase de burócratas que se hicieron millonarios en el paréntesis largo de la bonanza y que ahora, desde el exterior, forman parte de una nómina VIP de testigos protegidos para acusar “al régimen”.

Es cierto también, que durante la desmesura de esa época de riqueza general, el país no “sembró el petróleo”, y tampoco consolidó el aparato industrial con el mismo esmero con que consintió el consumo, dejando servido el escenario del impacto brutal de una crisis que ahora es más aguda por la sugestión de un bloqueo económico que se ha propuesto asfixiar al país.

Dichas estas cosas, y obviamente se quedan muchísimas más por fuera: positivas y negativas, es que los últimos 20 años venezolanos no pueden ser allanados en términos de un sencillo desastre o como una “era dorada”, porque sería cometer una barbaridad azuzada por el fanatismo político.

Una reflexión que también nos salpica en sentido contrario en nuestro exceso negacionista de los 40 años de puntofijismo, de los que obviamente se desprenden avances y lecciones que no pueden ni deben ser despachadas por el sesgo ideológico, o por el desencanto de una realidad abrumadora que nos hace sentir que nunca hemos dejado de estar por estos mismos escombros.

DesdeLaPlaza.com/Carlos Arellán