Cuando Fabricio habló por la radio

Onofre tenía nombre de santo, era un hombre de pueblo. Un hombre “mosca”, como quienes han sido formados “en el libro de una vida de lucha”. Onofre era un hombre del barrio que en la madrugada del 23 de enero de 1958, frente al edificio de la Seguridad Nacional en la Plaza Morelos de Caracas, se batió a duelo contra los esbirros para liberar a los presos políticos. En medio de la balacera, como lo recuerda un joven miembro de la Juventud Comunista recién liberado de las torturas, cuando le preguntaron a Onofre sobre la Junta Patriótica, si sabía algo, el negro dijo: “Ya Fabricio Ojeda se dirigió por radio al país”, y alguien contestó, “¿Por radio? ¡Carajo estamos en el poder!”.

El que relata es Diego Salazar en su libro Los últimos días de Pérez Jiménez (1978), escrito en el Cuartel San Carlos, donde estuvo preso, precisamente, por escribir. Su historia, subversiva, no podía calcular siquiera que ese mismo Fabricio o “Alonso” o “Antonio”, “Arturo”, “José” o “Profesor Soria” de la lucha clandestina, llegaría un día como aquel, 59 años después, al Panteón Nacional. Así como Fabricio Ojeda fue la voz que despertó al pueblo a través de la radio, Diego Salazar es la voz del testimonio de lo ocurrido en las mazmorras de la SN los días finales del dictador.

Su historia cumple con los cánones de la novela-testimonio por ser el silencio tras la “historia oficial”, que desde la lucha de clases y con recursos de la autobiografía y realismo ofrece la mirada de un grupo de jóvenes universitarios entusiastas, de extracción popular, con amorosos bríos de lucha. “Era otro tipo de amor el que llegaba, el amor a una causa ya emprendida, anhelante de esfuerzos”. Siete eran esos miembros de la Comisión Ejecutiva Local de la Juventud Comunista: Lin (Ramón Espinoza), Mariana (Chela Vargas), Sol (Leticia Bruzual), Caraquita (Antonio José Urbina), Lopito (el gago López), Padilla (Freddy Carquez) y Piar (Diego Salazar).

Luego de la huelga universitaria del 21 de noviembre de 1957, los muchachos que en su mayoría no pasaban de los 18 años, se aventuran en una acción de propaganda en la Catedral de Caracas el día 12 de diciembre en contra del plebiscito del dictador, aprovechando un sermón que ofrecería Monseñor Arias Blanco, sin embargo, la mirada de los espías precisaron a un compañero y en el rescate de este camarada dejaron a un esbirro herido de un cabillazo. Diego es capturado por la SN para un descenso dantesco.

Con realismo, relata cómo en esos días desfilaron ante sí una diversidad de personajes, siniestros, benévolos, mártires, victimarios. Su desagradable encuentro con el Negro Sanz, lugarteniente de Pedro Estrada, a quien también conoce en una breve entrevista que le anticipó la tortura: “Aquí se caga todo el mundo ¡Vas a hablar o te mueres hoy mismo!”. Los pescozones a manguerazos, las quemaduras con cigarrillos, las esposas mordientes, las cuchillas gigantes de un rin que fue su pedestal. “Tese quieto que si se mueve tantico así lo mato”. La electricidad que lo hizo ver un sol “no bello sino tormentoso”, y que fue parte de la víspera de su cumpleaños, el 14 de diciembre, un día antes del plebiscito que prolongaría por pocas semanas al dictador. “Recuerdos frescos y lejanos, dulces y amargos, tristes y alegres, vienen y van al compás de los golpes, incesantemente”, relata Salazar.

En su historia suena “ese ruido como de aviones” y se habla de la rebelión militar de Hugo Trejo, se precipitan las detenciones masivas que como pesca de arrastre reunieron luego a toda la clandestinidad en un frente común “hombres de barrios, estudiantes, obreros, militares, intelectuales, adecos, urredistas, comunistas, copeyanos, independientes”, quienes acompañan a otros personajes que copan la individualidad de Salazar, como Rosalba, “sus labios húmedos y carnosos”;  Teodora, el hada cuidadora de la pensión que le llevó ropa en su paso por el infierno; Onofre, el David que venció al Goliat de la dictadura y que luego sería torturado por la “democracia”; y el Gallo Marañón, leit motiv y alter ego de un pueblo cuyo pico, plumas y espuelas lucirán siempre impecables.

Diego se pronuncia respecto a cómo la táctica unitaria heterogénea devino en la defensa de la institucionalidad burguesa “caímos en la trampa del ‘retorno a la constitucionalidad’, ‘elecciones libres’, ‘pacto obrero patronal’ y la disolución de la Junta Patriótica”, palabras que fueron el abrebocas de la demagogia bipartidista acunada por la burguesía luego de la luna de miel post dictadura, cuando la vanguardia de lucha popular se convertiría en un factor sedicioso para la democracia representativa.

La reunión de diversos factores populares, militares y políticos en contra de la dictadura fue una conquista de la Junta Patriótica, liderada desde agosto de 1957 por el trujillano Fabricio Ojeda, periodista y militante del partido Unión Republicana Democrática, junto a otros representantes políticos como Guillermo García Ponce (Partido Comunista de Venezuela), Silvestre Bucarán (Acción Democrática) y Enrique Aristiguieta (Copei).

Con los manifiestos “Al pueblo venezolano” y “A las Fuerzas Armadas Nacionales” suscritos por la Junta, comenzó la agitación en demanda del sufragio universal y en contra del plebiscito, se logró activar la huelga general del 15 y 21 de diciembre de 1957; posteriormente, el 20 de enero de 1958, la de los diarios; y el 22 los Comités de lucha en las calles, hasta la madrugada del 23 cuando a través de la radio se presenta ante el país su líder: “Les habla Fabricio Ojeda, presidente de la Junta Patriótica”, luego de destacar el triunfo de la movilización popular anuncia que “tras largas presiones, el dictador abandonó el país”. Breves días transcurrirían para que desde el exilio regresaran los autores del Pacto de Nueva York, quienes exigiendo la ampliación de la Junta promoverían su disolución.

Disponíamos de una fuerza arrolladora que no supimos utilizar con acertada audacia. De esa forma, nuestra acción allanó el camino a la burguesía y el imperialismo para consolidar su dominación bajo la forma de la democracia burguesa militarizada”, señala Salazar, quien extendió su lucha en la década de 1960, incorporándose a las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN).

“Disponíamos de una fuerza arrolladora que no supimos utilizar con acertada audacia. De esa forma, nuestra acción allanó el camino a la burguesía y el imperialismo para consolidar su dominación bajo la forma de la democracia burguesa militarizada”

Preso y torturado en 1971 y 1975, respectivamente, le hicieron un juicio militar por su libro Después del Túnel (1976), pena durante la cual escribe Los últimos días de Pérez Jiménez; en 1992 participó en la movilización civil de las rebeliones del 4 de Febrero y 27 de Noviembre, años después fue constituyente por el estado Carabobo (1999) y formó parte del Movimiento Quinta República. Falleció el 19 de mayo de 2003 en Caracas. En palabras de José Balza, quien realizó el prólogo del libro, Diego Salazar “podría ser cualquier otro hombre de América Latina, de ayer, de hoy”. El realismo de su testimonio supera, incluso, lo que de Pérez Jiménez y las dictaduras se haya visto hasta en telenovelas.

DesdeLaPlaza.com/Pedro Ibáñez