El testigo de la infamia: Hay 3 mil mujeres enterradas en Mauthausen

«El horror». Estas son las últimas palabras de Kurz, el siniestro personaje de Conrad en ‘El corazón en las tinieblas’ cuando se dispone a morir. Esa es también la frase que me vino a la cabeza en el cementerio donde hay enterradas 3.000 mujeres en el campo de exterminio de Mauthausen. El viento mecía la hierba en un atardecer resplandeciente mientras cantaban las pájaros en el bosque cercano. Todo era paz en aquel reino del espanto en el que fueron asesinadas 100.000 personas que contemplaron por última vez el mismo cielo y el mismo paisaje que yo estaba viendo.

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Mientras el campo cercano de Gusen era arrasado e incendiado por orden de Stalin en 1947, Mauthausen se ha mantenido esencialmente intacto, ya que fue construido a partir de 1938 con gruesos muros de granito, extraído de una cantera cercana por los presos. Todavía se conservan en buen estado los pabellones donde vivían hacinados los deportados, las instalaciones de las SS, la cámara de gas, el horno crematorio y las torres y alambradas de los vigilantes. Los espectros de los muertos vagan por estos lugares mientras el reloj parece haberse detenido.

Los cuerpos descansan en las tumbas desde hace mucho tiempo, pero las almas siguen vivas en los retratos y las lápidas que nos recuerdan las tragedias personales de quienes cruzaron los dos torreones de entrada y que se quedaron en Mauthausen para siempre. Hoy se cumplen 70 años de la liberación del campo por la XI división blindada del Ejército de EEUU. Hay una imagen en la que aparecen unos soldados americanos en un tanque a las puertas del campo, donde se puede leer una pancarta que reza: «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras». No en vano 8.000 combatientes de la República fueron deportados desde Francia a Mauthausen, una pequeña localidad cercana a Linz, en el oeste de Austria. La mitad de ellos perdió la vida. Casi todos están enterrados en las fosas cercanas a las vallas del ‘lager’.

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Testimonio gráfico

Hoy disponemos de un valioso testimonio de lo que aconteció en aquel infierno gracias al fotógrafo catalán Francisco Boix, militante del Partido Comunista, deportado a Mauthausen en 1940 cuando se hallaba trabajando en Francia. Boix ingresó en el llamado Erkennungsdienst, el departamento de identificación del campo, en el que existía un archivo con 60.000 fotografías realizadas por las SS.

Sorprendentemente, los miembros de las SS se tomaron la molestia de documentar la rutina cotidiana, las condiciones de vida y los suicidios y asesinatos que se producían en el recinto, tal vez llevados por un mezcla de siniestra meticulosidad y de complacencia hacia sus superiores. No pensaban que esas fotos iban a conducir a la horca a más de 60 oficiales y guardianes del campo, juzgados después de la guerra.

En el caos de los días finales del derrumbamiento del régimen de Hitler y la huida de los verdugos, Boix logró sacar en unas maletas cerca de 20.000 imágenes que fueron escondidas en la casa de Anna Pointner, una resistente austríaca. Esas fotografías fueron parcialmente publicadas por la prensa francesa en 1945 y sirvieron en el proceso de Núremberg para mostrar al mundo la barbarie nazi. El propio Boix testificó en el juicio, desmontando la coartada de jerarcas que negaban haber visitado Mauthausen como Ernst Kaltenbrunner, el lugarteniente de Heinrich Himmler.

La peripecia de Boix y los sufrimientos de los presos del campo están minuciosamente narrados en ‘El fotógrafo del horror’, un libro del historiador Benito Bermejo, editado por RBA. Bermejo, nacido en Salamanca en 1963, ha investigado durante más de 20 años las penalidades de los republicanos españoles deportados a los campos de exterminio y, más concretamente, lo sucedido en Mauthausen.

Campos de trabajo

Mauthausen y Gusen no eran técnicamente campos de exterminio, ya que sólo una pequeña minoría de deportados fue gaseada en las cámaras. Casi todos los presos murieron a causa de las durísimas condiciones de trabajo en la extracción de granito en una cantera cercana. Los que no soportaban el acarreo de los bloques de mineral se suicidaban, muchos de ellos arrojándose contra las alambradas electrificadas del recinto.

En un testimonio recogido en el libro de Bermejo, el superviviente Lope Massaguer describe el día a día en el campo: «La muerte se había convertido en parte de nuestra vida, el hambre estrujaba constantemente nuestros intestinos y el frío mordía nuestro cuerpo. Olíamos a muerte y pensábamos siempre en ella. La temíamos mucho menos que al dolor y las humillaciones. La muerte era nuestra amiga y a veces nuestra única posibilidad de escapar».

Había 35 formas de morir en Mauthausen, según enumeró el prisionero austríaco Ernst Martin, entre ellas, el intento de fuga, el suicidio por salto en el vacío, el ahorcamiento, la cámara de gas, la inyección letal, el encadenamiento en una pared, el despedazamiento por los perros o las duchas con agua helada en invierno.

Lo que queda en el campo evoca este infernal catálogo y el sufrimiento de todas y cada una de las víctimas, despojadas de su dignidad y reducidas a la condición de un número y un símbolo en el uniforme carcelario. Los presos republicanos llevaban una letra S dentro de un triángulo azul. El color rojo identificaba a los comunistas y los judíos llevaban la estrella de seis puntas. Había otros signos de identificación para los gitanos, los homosexuales y los delincuentes comunes, que eran los que mejor trato recibían de las SS.

No hubo muchos judíos en Mauthausen, pero su suerte fue la misma que la de los soldados soviéticos. En febrero de 1945, una noche llegaron a Gusen 420 niños procedentes de Hungría y de origen hebreo. Fueron enviados a la cámara de gas e incinerados horas después de cruzar las puertas del campo. No quedó de ellos ni siquiera un cabello.

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