La derrota

Yo fui maestra, me gustaban los niños difíciles. A los que el resto consideraba un lastre, un problema.

Alguna vez, uno me dio una patada y me lanzó contra el suelo. Era un artista marcial. Y esa fue su bienvenida. Me levantó y lo acompañé. Creo que sintió pena por mí.

Era hijo de un padre ausente y una madre trabajadora. Antonio, se llamó.

Éste domingo murió. Y lo recordé púber. Yo era su profesora de Castellano y Literatura.

En vez de irme, insistí en su rabia hasta que supo delinear un poema. Pudo descansar los miedos. Desarmar los puños. Y entonces fue cuando sentí su patada:

“No me quiere.
No me mira.
No me toca.
Me dejó.
Pero yo soy fuerte.
Soy su derrota”.


Nadie quiere a la derrota. Es huérfana y mendiga.

Está tirada en la esquina, halada por la gravedad, más de la muerte que de la vida. La derrota es la tristeza y nadie quiere estar triste.
“En el mundo no quieren a los tristes”, sentenció el poeta.

En mi planeta, sí.

En mi casa los domingos largos son hamaqueados bajo el lucero de la flor del cambur. Nadie pretende acelerarlos, alumbrarlos, festejarlos. Le hacemos una sopa y listo. Nos tiramos en sus horas y andamos cada segundo, humeando.

El olor tejido de la derrota envuelve mi cuerpo y el de mi amante en una red de cáñamo que lo mismo sirve para pescar que para tirarnos a la arena, bajo una montaña de peces anudados.

Pero este domingo no fue cualquier día del señor. No.

Éste día murió Antonio. Y también algunas ideas de país.

Y la derrota volvió a quedar desamparada.

Así que la vi, me vio. Y no pude continuar, como si nada.

Entonces, le hice espacio en la hamaca y reforcé el amarre de los bramantes.


La derrota es mía.
Es mía por no sembrar mi comida.
Es mía por no juntarme y luchar la tierra.
Es mía por creer que la revolución debe hacerla un gobierno.
La derrota es mía porque al no ser de nadie es de todos.
Es mía por pensar que la victoria era casa y no circunstancia.
Es mía por creer que una Ley me ampararía del hastío de un domingo y su muerte.
Es mía por delegar las rejas para mis miedos, las alas, también el viento.
La derrota es mía, que he puesto mi corazón y mis ojos en la maleta de un corrupto que se ha ido y me ha robado los impuestos y desconozco su cara, también su firma y me ha dejado el hambre y una patada en la quijada y la derrota renca.
Es mía cuando vislumbro que la gloria ajena es también una derrota.
Es mi derrota no haber heredado la esperanza.

Derrotada vine a perder. No tengo miedo a comenzar de nuevo, a comer de la manzana, a agrietar las montañas, a subir lágrima por lágrima hasta encontrar mis ojos.

Mejor si lo hacemos juntos.

DesdeLaPlaza.com / Indira Carpio

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