Mujerícola 9: Pina

Lo que yo cuento hoy son las historias que hubiera esperado escuchar. Lo que cuento no es sino una parte de aquello que no he visto.  Si lo hubiera visto, no lo habría contado.

Espejismos

A Pina, el hijo se le convirtió en árbol. Un jabillo enorme.

Ella acariciaba sus espinas todas las mañanas, en su acostumbrada procesión matutina.

Fidel, que así se llamaba su ceiba, había transfigurado su plexo en una corteza erizada, la luna del treinta y uno de agosto de mil novecientos cincuenta y seis.

Leer también:  Mujerícola 8

Él no llegaba a veinte años, entonces.

Cumplía el primero de su vida cuando una fiebre le ocasionó una meningitis que lo sembró en las faldas de su madre.

El mismo día en que se volvió callo, Pina supo que el Chacal de Güiria lo había marcado. Pero, Fidel no podía ser comunista. Lustraba cada pepa del rosario antes de rezarlo palante y patrás.

La última vez que le vieron había subido a los planes, cuando lo arrastraron por la barba.

Allí volaban papagayos los niños. Los que se escondieron para presenciar aquello también prefieren creer que deshojaba cada vez que el viento le convidaba a llorar.

Lo habrían tirado en las lagunas de por allí mismito, pero nunca nadie lo consiguió.

Pina no sabía si quería conseguirlo, y aunque la mayoría de las madres prefieren una tumba, ella apretó la cintura del jabillo con una cinta negra cada año.

La gente la asumía loca, porque “cómo se puede vivir con un dolor de ese tamaño”. Y “por qué le habrá puesto Fidel”, y más aun, por qué le dejaba la “chiva”.

En enero de ese año, los barbudos habían irrumpido en Cuba y prometían el comunismo. A Don Pedro no le gustaba aquella nefasta coincidencia, tanto como a Fidel le aterraban las tijeras.

Estrada sentía un odio sin orillas por los comunistas.

Fidel hacía los mandados en el barrio, embolsaba en la bodega de Carlos, y era conocido por las beradas que llevaba en las manos, porque siempre podía ser ocasión para volar. Nunca usó pantalones. Es así como las raíces -del jabillo que fue- desnudaban las rodillas. En semana santa dejaba caer muchas “orejitas” porque ansiaba oír las oraciones a María.

A Pina le contaron que a “otros comunistas” lo arrojaron de helicópteros, les quemaron su sexo, incluso les cortaban las extremidades. Los enviaban a Guasina y cuando crecía el Orinoco, morían ahogados en el islote. Su árbol se hubiese podrido, pensaba mientras se llevaba las manos a la cabeza ¡Bendito!

Alguna vez decidió cambiarle el nombre, para que no le siguiesen llevando tabacos como ofrenda. Pero era muy tarde. Y si no le hubiese llamado así, se daba golpes en el pecho. Y si lo hubiese amarrado a la cama para arrancarle el bigote. Y si…

Todos los domingos, el vestido de Pina ondeaba en los planes. Se hacía de una horqueta para bajar los papagayos que se atoraban entre las ramas de Fidel, hasta que hubo un momento que la artritis no la dejó hacerlo más. Una vez pudo volver a sonreír. Le gustaba pensar que era su hijo el que enredaba los amarres de trapo que hacían la cola de las cometas..

La última vez que vimos a Pina, había reunido las orejitas de su árbol, las puso en el mortero y las amasó con la arepa del día. Se la puso en la lengua como una hostia. Hubiese querido que el veneno fuera suficiente.

No saldría más de su cama.

Se dice que emplumó. Se la reconoce por ser la única papagayo que come del jabillo.

La madre de Pedro Estrada se llamó María Albornoz. Tenía en los ojos la mar serena de Vargas y un cuervo revoloteando, desde que lo parió.

Al decir del poeta libanés Isaa Makhlouf “el vientre, siempre hermoso, es, en la mayoría de los casos, una fábrica que produce bestias”.

Etiquetas