La normalización de la intolerancia

En el fondo del alma, todos albergamos un espacio para guardar las ideas más infames a pesar de la obligación de ser virtuosos.

Cada quien es una lucha sorda de convenciones sociales que nos obligan a reprimir el coqueteo con el mal, y que muchos terminan perdiendo con el mismo desaliento del Dr Jekill y el señor Hyde.

En los tiempos recientes de Venezuela, algunos han trastocado ese combate virtuoso para transformarnos en un ensayo de violencia carburado con odios, normalizando ese estado vil del alma como un instrumento de lucha política.

Hace pocos días nos escandalizamos por la escena atroz de un joven que era quemado en medio de una barricada violenta en Plaza Altamira (Caracas), que nos puso de relieve el tono de una violencia política, que además de empujar por un cambio de gobierno y de sistema, parece resuelta también a liquidar a quienes les parezcan sus defensores.

El video de poco más de un minuto colmó las redes sociales, pero no con la misma resonancia de la narrativa heróica que sostiene a los manifestantes encapuchados opositores como a cruzados pacíficos que luchan por la libertad, pero al menos sí los hizo tambalear un rato del pedestal, sacudiéndoles el escudo, la capucha y sus convicciones morales, capaces de minimizar el episodio como un acto de frustración justificable.

Inmediatamente se propagó la versión de que el muchacho había sido prendido en candela por motivaciones políticas.

Las reseñas a pie del video describieron apresuradamente que lo habían querido ajusticiar por ser presuntamente chavista, lo que convirtió la escena escabrosa en munición de guerra para apuntar al adversario como a una tropa de bandera intolerante.

La reacción siguientes fue simbólicamente más atroz: la de volverle a prender candela a aquel muchacho con un repertorio inagotable de argumentos que se han ido decantando en una terrorífica normalización de la intolerancia.

En un día, cientos de años de Padre Nuestro y de evangelización piadosa se fueron al caño entre los venezolanos, que mandando al carajo a Jesucristo, desempolvaron el odio contra el prójimo y han transformado su segundo mandamiento en una versión de combate: “armaos los unos contra los otros”.

Para disipar la justificación política en el caso del hombre quemado, los peores cristianos del mundo siguen soplando la versión “menos ruin” de que sus torturadores le iban a inmolar por ladrón, haciendo potable la posibilidad de prenderle fuego a cualquier ser humano por el anhelo de propinarle un escarmiento.

En otro ejercicio de control de daños, algunos más notables, y que pudiéramos percibir como intelectualmente más “sosegados”, han servido el episodio como el desbordamiento de una sociedad aturdida por la inseguridad y la impunidad, que se ve obligada a tomar la iniciativa de la justicia, contemplando aquello como un daño colateral en la lucha contra la “Dictadura de Maduro”.

Y cuando creímos haber escuchado, o leído casi todo, La Fiscal General de la República mencionó el caso con la sensación de no poder esquivarlo, pero sí tratándolo como un episodio marginal, en el que lo más preocupante era la manipulación política y no un ciudadano con el 70 por ciento del cuerpo chamuscado.

A este caso podemos añadir otros más, en donde el odio justifica los medios. Sin que se les prenda la cara, los anteriores piadosos defensores de la inocencia infantil, que censuraban la utilización política de los niños tanto en Cuba como en Venezuela, son los mismos que ahora se enternecen con “los niños de la resistencia”, a los que sí les endosan el discernimiento político de enfrentar a la policía, y no la de decir en otro caso: “Viva Chávez”.

Más descolocador aún, incluso rebasando la justificación ideológica de jugar con mierda, ha sido el de los acosos express para señalar y amedrentar a “funcionarios de la dictadura” y después a sus más sencillos simpatizantes.

En ese ámbito de normalización del odio, muy lejos del país, se han encargado de perseguir a los hijos de los dirigentes del chavismo, sin escatimar los medios para vulnerar al “enemigo”, con aquella instrucción de que no consigan tener paz más nunca.

En ese estado de deshumanización, algunos venezolanos han llegado incluso al asombroso de pedir una rara sensatez cuando la violencia los ha rozado con patadas por el equívoco de la ceguera política.

La hija del señor golpeado en un centro comercial de Caracas, que se viralizó como un linchamiento a un dirigente del chavismo, desmintió que su papá fuera a quien creyeron que pateaban en el suelo, y en vez de descargar una lógica indignación por lo sucedido, pidió el esfuerzo de verificar a quien acosan antes de consumar otra paliza.

Al leer aquella aclaratoria, parecía estar observando una crónica del absurdo o la metáfora venezolana del virtuoso Doctor Jekill, que después de azuzar su propia versión del mal, atada por las convenciones sociales, ésta terminó liberándose a capricho y sin la sugestión de un brebaje, sintiendo un enorme remordimiento que le llevó a la muerte.

Ojalá, a pesar de este inventario de hechos lamentables, no nos hayamos ido todavía muy lejos de la cordura, para que muy pronto los atajados por el odio puedan recuperar la sensatez.

Como sociedad, no debemos esperar ni tolerar que el odio se normalice, ni que las ideas infames guardadas en el desván de cada uno de nosotros encuentre cancha o campo de guerra para desplegarse, porque si no, pasaremos el resto de nuestros días librando una batalla de ojo por ojo, y diente por diente.

DesdeLaPlaza.com/Carlos Arellán Solórzano