A mí no me hablen de juventud (II)

Hace dos meses publiqué mi columna A mí no me hablen de juventud‘, allí expresé, en parte, la situación que hemos tenido que vivir los jóvenes venezolanos desde hace cuatro años ante la crisis económica por la que atraviesa el país y que, aún hasta ahora, el Gobierno nacional insiste en que se trata de una guerra económica y, reforzados aún más, en las sanciones aplicadas por el gobierno de los Estados Unidos.

Para finalizar escribí: «Yo no quiero vivir en un país en el que me vivan regalando nada, yo quiero vivir en un país en el que valgan mis esfuerzos por conseguir todo lo que quiero y por lo que he luchado tantos años. Un país de oportunidades».

Todas esas palabras han vuelto a mi mente porque la situación todavía no se detiene ni un solo momento y entonces comencé a sentir ese sentimiento de frustración que me parece injusto porque, como también lo comenté, los venezolanos no tenemos porqué atravesar por una situación como esta y mucho menos si ya tenemos cuatro años en lo mismo.

Me enfoco en los jóvenes porque se supone que en nosotros está la fuerza y el futuro para sacar hacia adelante el país, somos los creadores, la esperanza para muchos, los sueños y las ganas de otros. Hace poco pensaba cómo tienen que hacer y todas las humillaciones que algunos de ellos tienen que aguantar para lograr conseguir, por lo menos, un título universitario.

El pasaje del transporte está caro, la comida -si se consigue- está cara, las copias, guías, cuadernos, libros, están caros. Es toda una odisea para quienes en estos momentos de verdad están batallando por continuar sus estudios. La deserción universitaria es evidente en los salones de clases. Muchos también dejan sus cuadernos a un lado para poder trabajar y, de esta forma, conseguir los ingresos para sus sustentos y el de su familia. No es cosa fácil.

Independizarse y vivir solo tampoco lo es. Alquilar una habitación -porque pensar en una casa o en un apartamento es más que un lujo- en estos tiempos significa que tienes que dejar más de un salario mínimo a una persona que no hizo nada más que dejarte vivir en un espacio que en muchos casos no está ni siquiera semiamoblado.  La nueva es que cada mes -o en cuestión de semanas- suben y suben la tarifa mensual porque se basan en la tasa del dólar negro.

¿Y a quién uno engaña? Si todo está así y no hay una autoridad que detenga todo este desastre que nos está truncando el futuro en nuestro propio país. No creo y mucho menos considero que un Gobierno no tenga las herramientas o no haya sabido cómo enfrentar a una «página» que ha hecho lo que le ha dado la gana con la economía del país.

“Le he dado instrucciones al ministro Reverol, que meta preso a todo aquel que pretenda subirle los precios al pueblo de manera criminal basados en Dólar Today, irán presos», mencionó el presidente Nicolás Maduro en agosto del año pasado. Estamos en enero de 2018 y ni siquiera la lista fantasma de los «precios acordados» entre la Asamblea Nacional Constituyente y el sector privado se ha hecho cumplir. ¿De qué lado estamos?

Cuando iniciaron las conversaciones entre la delegación de la oposición venezolana y el Gobierno un kilo de arroz se conseguía a 22 mil bolívares. En estos momentos ya el paquete sobrepasó los 100 mil bolívares. Me llamó mucho la atención que una «respuesta pronta» haya sido la liberación de los llamados «presos políticos» antes que cualquier medida necesaria para atender la escasez de alimentos o de medicamentos, que también es grave. ¿De verdad la prioridad son las necesidades del pueblo, de ese del que tanto hablan?

Desde hace días el Gobierno nacional está anunciando el lanzamiento de «El Petro», pero estoy seguro de que muchos, al igual que yo, se estarán preguntando: «¿Y cómo funciona eso?», porque hasta los momentos aún es un sistema completamente desconocido más allá de lo que noticiosamente podemos manejar. Y, honestamente, no sé si esto sea realmente la «muerte» de Dólar Today que nunca se ha alcanzado.

Hay quienes se mantienen al margen y no comentan nada, pero no se puede lograr una revolución si continuamos callando las malas acciones y políticas que destinan a nuestro país hacia la incertidumbre. Una vez leí en la Universidad Bolivariana de Venezuela un mural muy claro y preciso que decía: «Triste sería quedarnos callados para que no nos llamen tirapiedras».

Y yo, pues, yo no me quedaré callado. Y espero que todo esto no haga que un día despierte con las ganas de buscar mi futuro y mi estabilidad detrás de esa obra de Carlos Cruz-Diez en el aeropuerto de Maiquetía.